La leyenda de Rosamund IV (continuación)

Asesinado Alborno, trató Helmichis de apoderarse de su reino, pero no pudo lograrlo de ninguna manera, porque los longobardos, poseídos de dolor por la muerte de su rey, trataron de matarle, por lo cual Rosamunda mandó un propio a Longino, el exarca de Rávena (probablemente se había retirado la reina de Verona, por lo pronto, a Pavía), suplicándole que le enviara cuanto antes un buque (desde el río Po al Tesino) que pudiera llevarse a los dos. Longino se alegró mucho al recibir la noticia y se apresuró a enviarles el buque, en el cual se embarcaron Rosamunda y Helmichis, que se habían casado, y huyeron de noche llevándose a Alpsuinda, hija de Alboino, con todo el tesoro longobardo, llegando rápidamente a Rávena (en agosto del 573). Entonces el prefecto Longino instó a Rosamunda a matar a Helmichis y casarse con él; y como ella estaba pronta a cometer cualquier iniquidad y deseosa de ser dueña de Rávena, consintió, y tomando Helmichis un día un baño, le dio ella, al salir de la bañera, una copa con una pócima, que dijo ser una bebida muy saludable; pero cuando él advirtió que había bebido la copa de la muerte, puso la espada al pecho de Rosamunda y la obligó a beber el resto de la pócima. Así murieron por el juicio de Dios Todopoderoso

en un mismo instante los dos inicuos asesinos.»

«Muertos los dos de esta manera, envió el exarca Longino a Alpsuinda con los tesoros de los longobardos a Constantinopla al emperador. Hay quien asegura que Peredeo había llegado con Helmichis y Rosamunda a Rávena, desde donde había sido enviado con Alpsuinda a Constantinopla.»

Cuando se termina de leer el texto anterior, no se puede por menos de suponer —pese a las protestas de veracidad, tal vez ingenuas, por parte del autor— que una vez más la literatura ha invadido, embelleciéndolos engañosamente, los dominios de la historia.

Hay demasiados detalles encaminados a un fin; demasiada contextura argumental; demasiado desarrollo literario, para que se dude de una intromisión legendaria opulentísima, verificada a lo largo de los doscientos años que median entre el severo texto de San Gregorio de Tours y el atrayente relato del diácono contemporáneo

de Carlomagno; el Maynete aventurero en aquella época de floración y enlace intrincadísimo de leyendas en la Europa Occidental —tan influida de Oriente— que luego rasgan con sus luces fantásticas la oscura monotonía de los cronicones medievales.

Cantú[1] sospecha el origen alemán de la leyenda, que me parece casi indudable aunque no pueda determinarse. Acaso se trate, como en otros muchos casos, de una asimilación de elementos legendarios imposibles de reconstruir separadamente. Lo extraño, o mejor dicho, lo más extraordinario y admirable, es el realismo que tiene la leyenda en este relato de Pablo el Diácono.



[1] Ob. cit., pág. 81, nota 5.

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