El anillo del Nibelungo - R. Wagner

EL ANILLO DEL NIBELUNGO
RICHARD WAGNER

I
EL ORO DEL RHIN

Desde la antigua fuente de los siglos la clara luz de la aurora y la verdosa del atardecer iluminan las aguas del viejo Rhin, que bordean las selvas de la agreste Germania. Cuando los rayos rasantes del sol doran las aguas parece brotar del fondo del cauce sombrío una extraña canción. Los fresnos y las encinas que trepan las empinadas riberas son los testigos del instante mágico. La paz y la soledad del anochecer son propicias al encantamiento de las aguas que corren presurosas a volcarse en el brumoso mar; sólo los pájaros sorprenden al silencio con sus cantos.
Una roca escarpada emerge del centro de la corriente; a su alrededor la melodía se oye clara y nítida. Cantan las ondinas, las hijas del viejo río, mientras velan un tesoro escondido en el peñasco: el oro brillante, cuya posesión concede la riqueza, la herencia del mundo y el poderío sin límites.
Wotan, el primero de los dioses nórdicos, protege a las ondinas que día y noche custodian el tesoro; un enemigo oculto y artero acecha el instante propicio para robarlo y disputar a los dioses el dominio del mundo.
En el inundo celeste ele las nubes y las nieblas moran los dioses. Un palacio etéreo, reluciente y fantástico, ha sido construido por la raza de los gigantes por orden y deseo de Wotan; por ello, ha contraído un compromiso con esa raza y el pacto ha sido inscripto en el asta hecha del fresno inmortal que sostiene al mundo. Son las "runas", que Wotan deberá cumplir a pesar de su destino. Los dioses aguardan impacientes la terminación del palacio para habitarlo y protegerse del manto opaco de la noche.
Sobre la tierra enverdecida por bosques y prados; con sus ríos, nieve endurecida en invierno y corriente abundosa en verano, está el dominio de los gigantes, Rícsenhein, aún no hecho suyo por los hombres. En las entrañas de la tierra, en sus senos oscuros y sombríos mora una raza de enanos, sin belleza y sin bondad, los Nibelungos; su reino es Nibelhein.
Welgunda, Floshilda y Woglinda son las ondinas que entonan todas las tardes su canción al viejo Rhin. Cuando la última llamarada del sol alumbra al río parece que las aguas se incendiaran alrededor de la roca sagrada. La corriente parece un ascua movible un instante; luego la sombra cae sobre las aguas, y la niebla desciende oscureciéndolo todo hasta la jornada siguiente.
El enano Alberico decide salir del fondo negro de su reino y conquistar una ondina, cuyos cabellos de brillo broncíneo y ojos de agua verdosa sueña con mostrar a la envidia de los Nibelungos. Pequeño y horrible, viviendo en un dominio sin luz y sin alegría, tiene el alma cegada de amargura. La envidia a la raza de los dioses lo corroe. Aspira a derribar la maravillosa fábrica de nubes que les han construído los gigantes y, erigiéndose en rey de los Nibelungos, dominar al universo todo.
El enano no puede lograr ser amado; jamás dulce de mujer que supiera a mieles halagó su oído. Surgiendo del reino de las sombras contempla desde las altas rocas el correr libre de las aguas bordeadas de márgenes boscosas. Le llega el canto de las hijas del Rhin; en las aguas brillan los torsos y flotan las cabelleras de las bellas guardianas. Se arroja al agua y las persigue.
La fealdad y la torpeza de Alberico, que salta de roca en roca jadeante y amenazador, les dan motivo de bullicio y de risueños comentarios. Juegan con él y le provocan; le humillan y le consuelan falsamente. Palabras de amor apasionado y colmadas de angustia pronuncia Alberico.

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