El anillo del Nibelungo - R. Wagner


continuación

La ju­guetona alegría de las hijas del río es lo único que le responde. Cansado y dolido el enano reprocha la maldad y el desvío de las ondinas.

-¡Ardiente amor me quema! ¡Y aunque riáis y mintáis voy a perseguiros; alguna se me rendi­rá! ¡Ah, si este puño pudiese alcanzar a una!

Un rayo último de sol se desliza hasta el fon­do del río y como todos los atardeceres la luz au­menta por grados y luego es un fuego vivísimo al acercarse a la roca central, desde donde se irra­dia en una mágica iluminación. La sorpresa del enano es indecible; olvida su amor y la persecución de las ondinas.

-Decidme -pregunta.- ¿Qué es ese intenso resplandor?

-¡Cómo! ¿De dónde sales que no has oído ha­blar del oro del Rhin, cuyo ojo vela y duerme al­ternativamente? Quien posea un anillo forjado con el oro del Rhin es dueño del mundo.

Y nadando y rebullendo alrededor de la roca las ondinas prosiguen su canto:

-¡Oro del Rhin! ¡Oro del Rhin! ¡Qué placer causa tu brillo! ¡Qué vivo resplandor se despren­de de tu seno! ¡Despierta! Rodearemos tu lecho cantando y bailando.

Atónito el enano contempla la irradiación del oro bajo el temblor de las aguas mientras piensa en las palabras de las ondinas que cuentan los poderes que concede su posesión. Pero sólo podrá alcanzarlo -le dicen las hijas del Rhin- quien renuncie al amor y a sus deleites; porque sólo así podrá forjar el anillo. No puede quitar sus ojos del brillo mágico y una ambición irrefrenable em­pieza a dominarlo. Despreciado por el amor, objeto de las burlas de las ondinas, resuelve renunciar a la conquista de las hijas del Rhin y de toda otra mujer y de inmediato trama el robo.

Las ondinas mismas favorecen sus planes. ¿Cómo temer de un enano torpe y sensual, que se pasa la vida buscando quien le ame? Juegan en la corriente y descuidan el tesoro. Entonces el os­curo nibelungo se hunde de improviso en las aguas y con ímpetu arranca el oro, sumergiéndose con él en el fondo del Rhin.

La oscuridad desciende de pronto al lecho del río y se oyen las voces angustiadas de las on­dinas que claman por el oro. Se llenan las riberas con sus ecos y lamentaciones. Invocan a los dio­ses, llaman al padre Wotan:

-¡Detenedle! ¡Salvad el oro! ¡Socorro, socorro!

La tarde ensombrecida ve llegar la noche; el viejo Rhín sigue su incansable carrera al mar, os­curo y hosco. La noche pasa presurosa con su car­ga de estrellas y cl nuevo día alumbra la desola­ción de las ondinas.

La niebla lechosa del amanecer vela el reino celeste de los dioses. El día naciente ilumina el castillo etéreo de Wotan, erizado de almenas re­lucientes, con puentes levadizos, sostenido por el arco de las nubes y levantado más allá de los montes. En la tierra se aclaran el enverdecido valle del río, las crestas de las montañas y la mancha oscura de los bosques. Los dioses des­piertan y admiran el alcázar. El padre inmortal descansa sobre el césped y su esposa Fricka junto a él le habla:

-¡Despierta del dulce engaño del sueño; des­pierta y medita!

El dios se incorpora y admira la obra construída por los gigantes, tal como la soñó su fantasía y la deseó su voluntad: hermosa y fuerte. Pero la contemplación de la belleza no les hace olvidar el dolor que su existencia encierra. Para erigir­lo, la raza de los gigantes ha exigido un pago ex­cesivo. Fasolt y Fafner han levantado piedra so­bre piedra, construido las torres y los puentes en medio de muchas fatigas; en pago exigen la en­trega de Freia, la hermana de Fricka, la diosa de la juventud y la alegría. La esposa del primero de los dioses lamenta la suerte de su hermana y recrimina a Wotan que, a causa de su desmedida vanidad y ambición de poder, no ha dudado en sacrificar a la joven diosa. Pero Wotan replica:

-¿Acaso fuiste ajena a mi ambición al pedir la construcción del palacio?

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