II
KÁLEVALA
KÁLEVALA
Wainamoinen encaminó sus pasos a través de aque¬lla isla situada en medio del mar, a través de aquella tierra desolada y sin árboles. Largos años vivió en la tierra estéril, en la isla sin nombre.
Y pensó en su espíritu, meditó en su cerebro: "¿Quién vendrá ahora a sembrar este campo? ¿quién lo llenará de gérmenes fecundos?"
Sampsa, el dios de los campos, sembró el agro; de¬rramó el grano sobre las llanuras y las ciénagas, sobre el talud y la tierra blanda, y en los espacios rocosos. Sembró el pino en las colinas, el abeto en los altoza¬nos, el brezo en las arenas, y plantó los jóvenes arbustos en los valles.
El viejo, el impasible Wainamoinen, acudió a ver la obra de Sampsa. Observó que los jóvenes retoños se habían desarrollado, que los árboles habían crecido. Sólo la semilla de la encina no había fecundado; sólo el árbol de Jumala no había echado raíces.
Entonces cuatro doncellas, divinidades de las aguas, surgieron del seno de la onda y se pusieron a segar las altas yerbas, a cortar el césped húmedo de rocío. Y a medida que avanzaban iban recogiendo las yerbas con un rastrillo y amontonándolas en un gran almiar. Después la yerba cortada fue arrojada al fuego, al poder de las llamas. Y todo ardió hasta la desnudez de la ceniza.
Y he aquí que en la entraña de esa ceniza, del árido tizón, es donde fue a crecer el follaje bienamado y a germinar la bellota de la encina. Ya aparece el verde retoño, la hermosa planta. Y de su tronco arranca una doble rama.
Su ramaje se dilata, su copa sube hasta el cielo, su follaje invade el espacio; detiene el vuelo de las ligeras nubes, interrumpe el curso de las grandes, oscurece la luna y el sol.
Entonces el viejo Wainamoinen reflexionó profunda¬mente: "¿No habrá nadie que se atreva a descuajar la encina, a abatir el árbol ilustre? La tristeza se apode¬rará de los hombres, los peces nadarán difícilmente, si la luna no brilla y el sol esconde su antorcha".
Pero ningún hombre, ningún héroe se presentó para descuajar la encina, para derribar el árbol de las cien ramas.
El viejo Wainamoinen dijo: "¡Oh tú, mujer! ¡oh tú, madre Luonnótar: tú que me criaste, envía aquí un genio de las aguas que venga a arrancar la encina, a destruir el árbol fatal, para despejar los caminos del sol y trillar su senda al rayo de la luna".
Un hombre, un héroe surgió entonces del seno de las aguas. No era mayor que el dedo pulgar de un hom¬bre; como un palmo de mano de mujer.
El viejo, el impasible Wainamoinen, dijo: "No has sido hecho tú para arrancar la encina, para abatir el árbol maravilloso".
Pero ya el héroe había tomado entonces otra forma. Golpeó poderosamente la tierra con la planta del pie, y su frente llegó hasta las nubes. Flota su barba hasta las rodillas; sus cabellos, hasta los talones. Se pone a afilar su hacha, repasando el filo con seis, con siete pedernales. Después avanza vivamente con sus pies ligeros; da un primer paso rápido sobre la tierra are¬nosa; da un segundo paso sobre la tierra color de al¬magre; da un tercer paso, y llega al pie de la deslum¬brante encina.
Entonces, con su hacha, da un golpe y otro golpe. Al tercer golpe, saltan chispas del acero y la encina se bambolea; el árbol inmenso se viene a tierra.
Y una vez que la encina fue abatida, que el árbol maravilloso fue derribado, el sol y la luna vuelven a encontrar lugar para dardear sus rayos, las nubes para seguir su curso, el arco iris para desplegar su comba esplendorosa desde el cabo de nieblas hasta la isla rica de umbrías.
Y los brezos comenzaron a verdecer, los bosques a crecer gozosos, las hojas a vestir los árboles, el césped a adornar la tierra, los pájaros a gorjear en las um¬brías, los zorzales a retozar, y el cuclillo a cantar en las altas copas.
Ya las bayas maduran en sus tallos, las flores de oro esmaltan los campos, la vegetación se despliega bajo mil formas. Pero la cebada no ha germinado aún, la planta tutelar todavía no ha nacido.
Canta el abejaruco en lo alto de un árbol: "La espiga no crecerá, la avena no germinará, mientras los árboles que cubren el campo no sean todos derribados y entregados al fuego".
El viejo, el impasible Wainamoinen, se hace inme¬diatamente fabricar un hacha de afilado corte; después derriba una inmensa cantidad de árboles. Bosques en¬teros se desploman a sus golpes. Un abedul, un solo abedul queda en pie para servir de refugio a los pájaros del cielo, para que el cuclillo haga oír desde él su canto.
Y he aquí que un águila tiende su vuelo por el ce¬leste espacio. Quiere saber por qué ha sido respetado el abedul, por qué el hermoso árbol no ha sido de¬rribado.
El viejo Wainamoinen se lo dice: "Se ha dejado en pie este árbol para que sirva de refugio a los pájaros del cielo, para que en él repose el águila". Y el águila contesta: "Bien hecho está".
Entonces el águila prendió fuego a todos los árboles cortados. La llama surgió violentamente; el viento del norte, el viento del nordeste atizaron el incendio; todo fue devorado y reducido a cenizas.
Un día, dos días, tres noches, casi una semana trans¬currió. El viejo, el impasible Wainamoinen fue a visi¬tar el campo. Y aprobó el buen orden de todo: la cebada había germinado, la espiga tenía tres hileras, el tallo tenía tres nudos.
Entonces el viejo Wainamoinen lanzó una mirada en torno. El cuclillo del estío se acercó y viendo al abedul desplegar su bella cabellera, dijo: "¿Por qué ha sido perdonado el abedul? ¿por qué este lindo árbol no ha sido descuajado?"
El dios Wainamoinen dijo: "El abedul ha sido per¬donado para que tú tengas una rama para tu reposo y tu canto. Canta, pues, oh hermoso cuclillo, canta a plena voz, garganta de clarín, garganta de oro. Haz retumbar el aire, garganta de bronce. ¡Canta, sí, canta a la mañana y a la noche y al mediodía! ¡Celebra mis bellas praderas, di la dulzura de mis bosques, los teso¬ros de mis riberas, la fecundidad de mis campos!
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