El anillo del Nibelungo - R. Wagner

II
LA WALKYRIA


La tempestad destroza las viejas encinas y los copucos fresnos; el rayo hiende los troncos los torrentes se han salido de madre. Los hilos del aguacero, constantes y tupidos, envuelven la tierra; los animales silvestres se han guarecido y sólo al amainar el trueno y cesar la lluvia las ardillas se animan a corretear por las ramas y las gacelas a pisar la alta hierba. Al anochecer, un viajero misterioso, fatigado y rendido, con el claro cansancio de la huida, penetra de improviso en la
casa de madera rústica que sirve de vivienda al cazador Hunding y a su mujer, Siglinda. Como las viejas casas de la selva germana, su construcción es primitiva y simple. Ha sido levantada circundando un fresno enorme cuyas raíces se hunden en el piso y cuyo ramaje emerge del techo hacia el cielo. La llama que brilla en la gran chimenea de la habitación principal arde acogedora. El viajero, agotado, se tiende frente a ella y una suave somnolencia reemplaza a la angustia y a la premura de la huida. El batir de la puerta y el andar del hombre han provocado agitación en la solitaria casa de Hunding, y Siglinda baja de su aposento y descubre al huésped inesperado. Se inclina sobre él para observar si es visible alguna herida.
-¡Agua! ¡Un poco de agua! - dice el viajero en voz baja.
La mujer corre a llenar un cuerno para ofrecerle. El agua alivia la fatiga del caminante y, entonces, pregunta por el dueño de la casa, mientras contempla admirado la alta, majestuosa y bella figura de la mujer, tan rubia como él.
Siglinda le hace saber que está en casa de Hunding y en su nombre le ofrece hospitalidad.
-Estoy desarmado y a un huésped herido no ha de negarle hospitalidad tu esposo - responde cl viajero.
-;Muéstrame tus heridas! - dice la mujer con angustia.
-Son leves y no merecen que hablemos de ellas; aún conservo mi vigor. Si la lanza y el escudo hubieran resistido la mitad de lo que podía hacerlo
mi brazo, nunca hubiera vuelto la espalda al enemigo; pero me los destrozaron.
Luego narra a Siglinda el combate desigual con sus enemigos, durante la tempestad en el bosque. Siglinda le reconforta dándole a beber hidromiel. Una extraña ternura los invade poco a poco, y conmovido agradece el hombre la ayuda y se apresta a partir. Pero las palabras emocionadas de Siglinda lo instan a quedarse y a esperar el regreso del dueño de la casa.
Una rara atmósfera de amor se cierne sobre los dos seres; el herido se reclina junto al hogar y la mujer aguarda en silencio el paso de los instantes. Cuando Hunding penetra en su casa su mirada severa repara en el viajero rendido.
-Cansado y yaciendo junto al hogar encontré a este hombre - dice Siglinda. - La necesidad le trae a nuestra casa. He apagado su sed y le he prodigado los cuidados de la hospitalidad.
Siglinda ha colgado las armas del esposo en las ramas del viejo fresno y prepara la mesa para obsequiar al huésped. Hunding, grave y adusto, aprueba la hospitalidad concedida al viajero mientras lo observa detenidamente; sorprendido descubre la completa semejanza fisonómica con su mujer.
Tendida la mesa, puestos el pan y el hidromiel sobre ella, se sientan los tres en torno y conversan. Hunding pide al viajero que proporcione datos acerca de su persona y de sus hechos. Ante su silencio obstinado se lo pide en nombre del interés que ha despertado en su mujer.
La clara y recta mirada del viajero se posa un instante en Siglinda y luego con voz grave y contenida responde:
-Mucho me gustaría oírme llamar Friedmund , pero sólo puedo llamarme Wehwalt . Mi padre fue un welsa ; vine al mundo junto con una hermana que apenas pude conocer, así como a mi madre.
Luego evoca la selvática e inquieta existencia de su padre, cuyo valor y vigor se templaban en su lucha contra los enemigos que siempre le rodeaban y en las andanzas de cazador. El dolor y la ira trastornan el semblante del viajero al recordar el último regreso al hogar después de una esforzada batida en el bosque, cuando lo encontraron reducido a cenizas, carbonizado el tronco de la encina, muerta la madre y sin vestigios de la niña. Desterrado, huyó el padre llevando a su hijo; largos años vivió como un lobo con su cachorro v aunque fueron perseguidos defendieron con valor sus vidas.
Pero, en el correr de los años, una vez lograron separarlo de su padre. Lo buscó en la selva y sólo descubrió la piel de lobo con que se cubría. No pudo saber nunca nada más de él. Sintió odio por el bosque, por la verdosa soledad de sus prados y arboledas y quiso abandonarlo para entrar en el mundo de los hombres. Pero siempre le acompañó la desgracia; no tuvo amigos ni pudo obtener el amor de una mujer. Desafiado, perseguido, odiado, sólo el dolor y la desdieha fueron sus dominios. ¡Cómo habría de llamarse sino Wehwalt!
Hunding escucha apenado y lamenta el oscuro destino del hombre; su mujer Siglinda anima al viajero a contar sus luchas.
El huésped narra entonces la más terrible y reciente de sus hazañas, cuando una joven le pidió amparo en sus desventuras porque sus familiares la obligaban a desposarse sin amor. Luchó a favor de ella;' pero corrió la sangre de hermanos en la contienda, y la pena dominó entonces el furor de la joven, que abrazándose a los cadáveres de sus parientes lloró arrepentida.
Sin dejarle reponer las fuerzas cayeron de nuevo los enemigos contra el defensor, dispuestos a ultimarlo; le fue imposible huir, pues la joven no quiso moverse del lugar. Tuvo que defenderla del ímpetu de venganza de los atacantes protegiéndola durante largo tiempo con su lanza y su escudo,
Basta que se los destrozaron. Quedó desarmado, moribunda la joven, y perseguido por una banda enfurecida.
-¡Ahora ya sabes, mujer, por que no me llamo Friedmund! -termina con voz grave y dolida el huésped.
La mujer ha escuchado conmovida. Sólo interrumpe el silencio la voz cargada de odio de Hunding:
-Conozco una raza salvaje para quien no hay nada sagrado; todos, y yo particularmente, la odiamos. Fui llamado para vengar la sangre vertida de mis parientes y llegué tarde; regreso, y encuentro en mi propia casa al criminal fugitivo. Hoy te protege mi hogar y por esta noche te admito como huésped; pero mañana tendrás que defenderte con fuertes armas porque es el día que elijo para el combate y la venganza. ¡Has de pagar la deuda de los muertos!
Erguido, soberbio y brillantes los ojos se levanta Hunding de la mesa y ordena a su mujer que prepare su bebida y le aguarde en su aposento. Ella mira intensamente al viajero y al salir el esposo señala con disimulo al huésped un punto en el árbol cuyas raíces levantan el piso de la morada. Pero Hunding la reclama imperioso y desaparece con ella dejando solo al desconocido, mientras profiere amenazas.
Junto al fuego el viajero se sume en profunda meditación y rememora las casi olvidadas recomendaciones que le hiciera su padre para cuando se encontrara en peligro. Lo invoca en su recuerdo y desea con fervor poseer la espada que esgrimiera en sus combates. Luego, al brillo mortecino de la leña ardida, piensa en la bella y augusta mujer cuyo encanto le atrae y le domina.
Las llamas del hogar se han ido apagando; una última chispa salta luminosa y va a caer junto al sitio señalado por Siglinda y, a su lumbre, se divisa la empuñadura de una espada enterrada en el tronco del viejo fresno.
El viajero asombrado se pregunta si lo que brilla no es el reflejo de la mirada de la mujer, porque en la oscuridad de su vida solitaria el fuego de sus ojos ha rozado sus párpados dándoles luz y calor. Tal vez ese mismo fuego ha prendido en el troneo. Después del ehisporroteo final del último leño la habitación ha quedado sumida en la oscuridad. La tormenta ha cesado y sólo el viento blando con olor a tierra mojada tiembla en la habitación. De improviso, Siglinda toda de blanco aparece en lo alto de la escalera que baja de su habitación.
-t Duermes, huésped? -pregunta en voz baja. El viajero se incorpora sorprendido. -`Quién se acerca?
-Yo -dice Siglinda-. ¡Escúchame! Hunding yace en profundo sueño; le preparé una bebida adormecedora y ningún sonido ha de conmoverlo.
Ante la ansiosa mirada del viajero la mujer le dice que va a enseñarle una espada escondida y que fuera destinada al más fuerte. Ella sabe dónde fue hundida; y con voz llena de antiguas quejas le cuenta que durante las fiestas de sus bodas, cuando todos los guerreros invitados por Hunding vinieron desde la montaña y el bosque a festejar la falsa alegría de unos desposorios odiados, porque gente extraña la casaba sin amor, en medio del júbilo de los otros un anciano penetró en la morada, vestido de gris y con un gran sombrero inclinado cubriéndole un ojo. El brillo del otro infundía temor; toda su apariencia tenía un aire de soberbia y dignidad propias de un dios.
Sólo tuvo cuidados para con la mujer desdichada a la que prodigó consuelos. Luego, ante el asombro de, todos, blandió una espada y mirando a la doncella la hundió hasta el puño en el tronco del fresno, diciendo que el acero sólo pertenecería al valiente y esforzado que pudiera arrancarlo del árbol. Los convidados se empeñaron uno a uno en lograrlo inútilmente. Desde entonces permanecía clavada allí a la espera del fuerte y valeroso que pudiera hacerla suya y liberar entonces a la mujer.
El viajero ha escuchado extasiado. Al terminar, Siglinda prorrumpe en llanto invocando al guerrero esperado y elegido que ha de arrancar de su sitio la espada, terminando con ello la dominación del hombre no querido.
-¡Oh, si pudiera encontrarle, le estrecharía entre mis brazos!
El huésped se conmueve ante el lamento y la abraza diciéndole:
-Yo soy el destinado a merecer la mujer, arrancando esa espada. En mi pecho arde una llama que ha de unirme a ti. Encuentro en ti lo que siempre he buscado y tanto he deseado; tú padeciste el oprobio, yo sufrí la pena; tú fuiste humillada, yo desterrado.
Y ella riendo y llorando escucha en éxtasis las palabras.
La puerta entreabierta deja pasar la claridad de la luna. Es casi como una presencia invisible, pero trémula, que los rodea. La mujer siente que alguien ha entrado o se ha ido y tiembla de miedo; pero el hombre la tranquiliza y la protege con suavidad.
-Nadie se ha ido, pero alguien ha entrado. ¿No ves cómo nos sonríe la primavera? Venció a las tempestades invernales; su templado ambiente se mece en los bosques y en los prados; a todos sonríen sus ojos abiertos y el dulce trino de los pájaros es su canto. Respira exhalando perfumes y de su sangre brotan hermosísimas flores. Subyuga al mundo adornada con armas delicadas. De ella huye el invierno y las borrascas. El amor que ahora se alegra a la luz de la hermosa luna y se escondía antes en nuestros pechos, la ha atraído. ¡Vencido está el obstáculo que separaba la prima
vera del amor!
-¡Te he visto y te he presentido cuando me miraba en el agua de los arroyos! - contesta Siglinda-; te he esperado desde el tiempo ya perdido y en brumas. ¡He llevado eseondido y en seereto mi amor a ti; tu voz me era conocida y sonaba a música extraña y divina!
Los amantes se oyen inundados de un mutuo encantamiento; se cuentan sus sueños, sus penas y esperanzas; reconocen que la imagen de cada uno ya vivía en ambos; que la voz era un viejo eco conocido cuyo acento les venía de lejos, desde la niñez perdida.
-¿De veras te llamas Wehwalt? -pregunta Siglinda.
-Desde que me amas dejé de llamarme así; ahora domino las delicias y los encantos del amor.
-¿Puedes llamarte Friedmund?
-Llevaré cl nombre que tú me des.
-¿No era lobo tu padre?
-¡Era lobo para zorros cobardes!
-¡Tú eres un welsa! -grita la mujer-, ¡Welsa era el anciano que hundió la espada en el fresno y que reconocí como a mi padre! ¡Deja que te llame Siegmund, boca de la victoria! ¡Siegmund te llanto yo!
Siegmund enajenado se acerca al árbol, toma la espada del puño, e impulsado por su amor la arranca con ímpetu.
-¡Nothung! -grita al contemplarla.
Y la presenta a Siglinda como regalo de bodas.
-¡Así me desposaré con la mujer más ideal; así la arrancaré a mi enemigo! ¡Sígueme lejos de aquí! Vente conmigo a donde habita la hermosa primavera; Nothung nos protegerá y aun pereciendo yo, ella te protegerá!
Y Siglinda entusiasmada se apresta a seguirle, diciéndole:
-¡Tú eres Siegmund y yo Siglinda, que ansiosa te esperaba! ¡Has ganado con tu espada a tu hermana y a tu esposa!
-¡Esposa y hermana eres! -responde Siegmund-. ¡Surja, pues, de nosotros una nueva estirpe de los welsas!
Y el resplandor lunar ilumina a los amantes; afuera se siente en el bosque el susurro de las hojas movidas por el viento mañanero. Pronto el viejo sol alumbrará los caminos y las corzas correrán entre los matorrales. Unidos en el destino la pareja abandona la casa de Hunding y se pierde en la umbría de las selvas y el silencio del amanecer.
Los dioses desde el Walhalla han visto el derrotero de los amantes; la mirada de Wotan los ha acompañado por los senderos del bosque.
Hunding, vuelto de su letargo, conoce el abandono de Siglinda y una tremenda cólera lo conmueve. Invoca a Fricka, la protectora del matrimonio, y clama venganza. El viejo Wotan lucha entre su preferencia por el welsa Siegmund, su propio hijo, y la influencia de su esposa que reclama justicia para Hunding.
Cuando en otro tiempo Wotan descendió a la tierra en busca de Erda, la mujer de sabiduría infinita, la fascinó con su dominio y de los amores de amibos nació la hija predilecta del dios: Brunilda. Con ella suman nueve sus hijas, todas walkyrias, jóvenes guerreras que cabalgan entre las nubes llevando los cadáveres de los héroes muertos en combate y que luego formarán las legiones del Walhalla. Ellas son las guardianas de la tranquilidad de los dioses y defienden los dominios de Wotan de las arterías de los Nibelungos. Habitan las elevadas crestas de los montes, lejos de la celosa mirada de Fricka, que no ha perdonado jamás la preseneia de hijas que no son suyas.
Con los primeros instantes del amanecer el primero de los dioses llama a Brunilda recordándole que pronto ha de iniciarse el combate entre Hunding y el welsa. Advierte a su hija que él ha prometido la victoria a Siegmund. Brunilda le hace presente que para ello deberá luchar contra el deseo de su propia esposa, que defiende el derecho de Hunding. Fricka, justamente, se acerca en un carro tirado por chivos.
Wotan se anima a sí mismo para afrontar el enojo de su mujer. Fricka se acerca al grupo y colérica reprocha al esposo por proteger amores nefastos y ser injusto con el clamor de Hunding. El dios se defiende replicando que no considera sagrado el juramento que une a dos seres que no se aman. Fricka se horroriza y le recrimina todo su pasado de engaños; de haberse ocultado tras nombres distintos y adoptado formas diversas para vagar por los bosques y campos como un lobo; de sus amores con mortales, de los que habían nacido todas sus hijas, las walkyrias; y lo que más la enfurecía era su período pasado en las selvas viviendo con su hijo Siegmund, verdadero retoño welsa de Wotan.
El dios no se conmueve con la cólera de su esposa; no intenta explicarle sus oscuros desig- nios que lo llevan a tan raras transformaciones y peregrinajes que realiza en la tierra y en el mundo de los hombres; ni tampoco quiere develarle el destino sombrío que ha concedido a sus hijos.
Fricka puede estar en paz respecto a las hijas de Wotan; las nueve walkyrias están sometidas a la voluntad de Fricka, aunque no sean sus hijas. No consigue calmar la agitación de la diosa, que le reprocha el auxilio dado a sus hijos welsas; exige que se le arrebate a Siegmund antes del combate su espada maravillosa, Nothung, para que pueda perecer en manos de Hunding. Fricka quiere el exterminio de los welsas; ni ayuda al hombre, ni piedad a la mujer. En vano Wotan le hace notar que la espada fue ganada lealmente por fuerza y por coraje y cuando más falta le hacía; en el colmo de la ira la diosa le replica que va a enfrentarse con las decisiones ele su proio esposo a fin de obtener el triunfo de Hunding, que para ella es el triunfo de la fidelidad conyugal.
-Qué exiges de mí? -contesta con semblante sombrío el dios.
-¡Que abandones a Siegmund! ¡Mírame de frente y no sueñes con engañarme! ¡Aleja también de él a la walkyria Brunilda! ¡Prohíbele que dé la victoria al welsa!
Wotan apela a todas las argucias posibles para evitar la entrega del welsa y su derrota por el enemigo y defiende el derecho de Brunilda para protegerlo. Pero la cólera y el odio de Fricka son grandes v en nombre de los dioses pide el sacrificio del héroe; su honor de esposa del primero de los dioses lo exige. Y Wotan promete y jura condenar a Siegmund a la derrota.
A lo lejos óyese el grito de guerra que lanza Brunilda desde un peñón de la montaña. Es el canto bélico que anima al combate y enardece a los héroes a luchar sin desmayo; el acento es desgarrado y cruel, pero el tono tiene una vibración heroica que hace estremecer de entusiasmo al corazón varonil que ha de esforzarse en la pelea. Sí muere venciendo, podrá beber el hidromiel en el cráneo del vencido y embriagarse con el encanto de las walkyrias.
Brunilda ve pasar a Fricka, triunfante el gesto, desafiante la mirada, y su corazón se conmueve al comprender que la suerte de Siegmund ha sido echada y que Wotan lo abandonará en su lucha con Hunding. Se acerca al dios en procura de respuesta; pero el divino padre en un instante de debilidad confiesa su pesar a la hija predilecta. Las graves palabras del dios le revelan cómo después de haberse amortiguado en el el fuego del amor deseó el poder, e impelido por esta pasión conquistó el mundo entero. Pero el amor no se extinguió del todo. De ahí sus hijos dispersos por el mundo y la existeneia de las walkyrias. Luego le narra cómo habiendo arrancado al nibelungo Alberico el anillo forjado con el oro del Rhin, en vez de devolverlo a las ondinas como se lo rogaban, pagó con el el rescate de Freía, el precio del Walhalla erigido por los gigantes.
Así sacrificó el oro del Rhin en nombre del poderío y de la eternidad de los dioses amenazados en su existencia. Tiembla Brunilda al saber la predicción de Erda, la mujer que sabe lo que el mundo fue cuando con palabras oscuras predijo que se pondría fin a la eternidad de los dioses. Fue entonces cuando Wotan decidió bajar al mundo de los mortales y arrancar a Erda el secreto del destino de los dioses. Cautivó a la extraña mujer y fue padre de Brunilda.
-Contigo y con tus ocho hermanas, Brunilda, he querido postergar y alejar la profecía de Erda: el fin vergonzoso de los eternos dioses. Os encargué que crearais héroes para que el enemigo encontrara poderosa resistencia. Siempre debéis ineitar al rudo combate para reunir en el Walhalla a los más esforzados guerreros.
-¡Llenaremos el Walhalla de héroes valerosos; muchos ya hemos conducido. ¿Que puede afligirte entonces, padre, si nunea hemos tardado en complacerte?
Pero Wotan insiste en la predicción de Erda. El fin de los dioses vendrá de los ejércitos del nibelungo Alberico, que renunció al amor para poseer el anillo. Es preciso que sea vencido por los
héroes del Walhalla antes de reconquistar el anillo que ha de darle todo el poder suficiente como para obligar a los mismos héroes del Walhalla a luchar contra cl propio Wotan. Por ello, jamás debe caer el anillo en manos de Alberico. El gigante Fafner lo guarda celosamente junto a los demás tesoros; deberá Wotan luchar contra él para arrancárselo y asegurar así la eternidad de los dioses; pero no podrá hacerlo porque media entre ambos un pacto. Las "runas" están aún indelebles en la lanza de fresno sagrado y el dios debe cumplir sus promesas si no quiere perder su condición de inmortal. De ahí su queja y su angustia. Sólo un mortal, un héroe que no fuera ayudado por los dioses y que siendo extraño a ellos y libre de su protección pudiese sin plan previo, ni consejo divino, sino por propia inspiración y en su defensa luchar v vencer a Fafner, ejecutaría la acción que le está vedada a Wotan.
¿Dónde está el héroe cuyo valor l a de salvar la eternidad del Walhalla?
-Pero, ¿el welsa Siegmund no obra según tu voluntad? -le responde Brunilda.
-He reconocido los bosques con él como una alimaña salvaje y luego, ya hombre, lo he armado con una espada invencible. ¿Cómo querer engañarme a mi mismo? Frcka descubrió el engaño;
por ello tengo que acceder a su voluntad -responde amargamente el dios.
Una vez más el primero de los dioses se entrega a la desesperación lamentando haber retenido el oro de Alberico para salvar la juventud de los dioses; a causa de ese hecho ahora se ve obligado a sacrificar lo que más ama.
-¡Lejos de mí el altivo esplendor, el poderío y la divina magnificencia! ¡Húndase cuanto he creado! ¡Concluida está mi obra; sólo una cosa quiero ahora: el fin. .. el fin! ¡Y del fin se encargará Alberico! Ahora comprendo el terrible significado de las atroces palabras de Erda: ¡Cuando dé un hijo el nocturno enemigo del amor, cercano estará el fin de la divinidad!
Una gran cólera sucede a la profunda desesperación en Wotan. Luego vuelve a su patética lamentación y cuenta a Brunilda que ha sabido que el enano Alberico, gracias al oro, ha conquistado a una mujer mortal y de los amores ha de surgir el fruto del odio que utilizará contra cl Walhalla.
-¡Y ese prodigio La sido logrado por el que maldijo al amor! ¡Y yo que siempre lo he adorado, nunca he creado al héroe libre que combata por mí!
Y en su furor lega a Brunilda la pompa de la divinidad y la conmina a pelear por Fríela abandonando a Siegmund.
Brunilda se subleva ante tal resolución. La ira de Wotan no reconoce límites, entonces, y le ordena obediencia absoluta; y si acaso la temeridad la lleva a desobedecer, el máximo castigo caerá sobre ella tal como corresponde al ultraje inferido.
Y dejando a la walkyria sumida en la desolación, el dios se interna en las escarpadas montañas donde moran las jóvenes guerreras.
A lo lejos, y en estrecha garganta, asiéndose a las rocas, Brunilda ve ascender trabajosamente a Siegmund y Siglinda. Los esposos marchan fatigados pero animosos.
-¡No más lejos, esposa amada! La dicha del amor te anima y andas tan de prisa, que apenas puedo seguirte. En silencio atraviesas prados y selvas y no puedo detenerte. ¡Descansa! ¡Habla conmigo y disipa la angustia que tu silencio me causa!
Siglinda oye a su esposo y en un rapto de dolor le insta a que huya; horror y espanto se han anidado en su alma junto a su amor. Es una mujer maldita y será la causa de la ruina de Siegmund. Pero el héroe piensa en la lucha que ha de iniciar en breve y se exalta al imaginar que hundirá su espada hasta el puño en el corazón de su enemigo.
Se oye la llamada de un cuerno guerrero que incita a la pelea; resuenan gritos de guerra y de desafío. Es Hunding que ha despertado de su sueño y llama en los bosques a las tribus y a los perros, clamando venganza contra los perjuros. Las jaurías se acercan y Siglinda tiembla por la suerte de Siegmund. Es tal el dolor que le provoca la visión de los tormentos que imagina han de infligir a Siegmund las manadas feroces de Hunding, que cae desmayada. Siegmund la coloca suavemente en sus rodillas, observa su lenta respiración y besa su frente. Brunilda mira la escena teniendo, con una mano, de la brida a su caballo, y sosteniendo el escudo con la otra.
-¡Siegmund! -dice-. ¡Levanta hacia mí la mirada! Sólo me ven los que están condenados a muerte. Me aparezco en el combate sólo a los valientes. ¡El padre de las batallas te ha escogido; te conduciré entonces al Walhalla!
-¿A quién encontraré allí? -responde el héroe.
-Al Welsa, tu padre; a las almas de infinidad de héroes muertos; la hija predilecta de Wotan te servirá la copa de hidromiel; las hermosas walkyrias te recibirán con amor - dice Brunilda.
-¿Veré también a Siglinda?
-No; ella debe aún respirar el aire de la tierra.
-Entonces, saluda a Walhalla, al Welsa, a los héroes y a las walkyrias; no te sigo -replica Siegmund.
-La suerte te obliga a hacerlo, pues Hundíng te matará en el combate. ¡El destino te está señalado y el que te condena a muerte ha quitado todo poder a tu espada!
-¡Calla y no asustes a la amada que duerme! -le ruega Sie ;round; y dolorido por el sentimiento de su aciaga suerte, lamenta el destino desventurado que le espera a Siglinda, luego de su derrota por Hunding.
Conmovida Brunilda ante la angustia y el amor de Siegmund, que no lamenta su muerte cercana sino el desamparo en que ha de dejar a la amada, pide al héroe le confíe a su mujer y al hijo que nacerá de ella. Pero Siegmund desea la misma suerte que Siglinda; prefiere matarla con su propia espada Nothung, ya que no ha de servirle para obtener la victoria.
La walkyria siente tocado su corazón por la prueba de tan grande amor y tan grave saerificio; promete entonces a Siegmund que desobedecerá las ordenes de Wotan para que pueda derrotar a Hunding y vivir en la felicidad con su esposa y su hijo.
-¡Fíate de la espada, y combate con confianza! -dice al héroe-. ¡Fiel te será, lo mismo que mi ayuda!
Luego, lanzando su grito de guerra, escapa en su veloz caballo.
Siegmund, esperanzado, se vuelve hacia su esposa. Los instantes se apresuran y el combate es inminente. Como si presintiera los sufrimientos de los hombres, el cielo se cubre de nubes grises mientras ascienden desde el fondo del valle a la cumbre de los montes los sones belicosos y desafiantes de las trompas y cuernos de caza que anuncian la entrada en la lucha.
Siegmund reclina la dormida cabeza de Siglinda sobre un montículo de tierra y dispone su cuerpo al abrigo de una roca. El rostro sereno de la mujer no transparenta su sueño de siempre: el bosque donde transcurrió su infancia, la morada de los padres, el fresno familiar, las voces antiguas y el dolor y la tragedia de la destrucción de su hogar y la dispersión y muerte de los suyos.
La tempestad arrecia en todo el ámbito del ciclo; los relámpagos rasgan las nubes y los truca nos despiertan a Siglinda. Se oye su grito angustiado llamado a Siegmund. Un relámpago alumbra la escena del combate en lo alto de una roca y llega el eco de los gritos enconados de Hunding atacando.
-¡Deteneos! ¡Matadme a uní primero! -clama Siglinda.
Un resplandor vivísimo le descubre a la walkyria protegiendo con su escudo a Siegmund. El héroe animado y fuerte va a clavar su espada Nothung en el enemigo; pero, en ese instante, cl primero de los dioses, colérico por la desobediencia de Brunilda, se aparece y con su lanza detiene la espada, que al chocar se quiebra en pedazos. Queda desarmado el héroe; el cobarde Hunding aprovecha el momento y hunde su arma en Siegmund.
La walkyria ve morir a su protegido y espantada por la ira de Wotan corre a salvar a Siglinda. La encuentra desolada y estremecida junto a la roca protectora; la toma en sus brazos y colocándola en el caballo huye por entre los desfiladeros.
Atrás, en la cresta del monte, en lo que fue escenario del combate, sólo queda el cadáver del héroe. Hunding profiere gritos de victoria; pero la cólera y el dolor de Wotan son terribles y arroja de su presencia a Hunding. Ante el desprecio del dios, el guerrero cae muerto.
Ahora el furor de Wotan se dirige a la walkyria preferida, que ha violado sus órdenes y ayudado al héroe. Contra ella ha de ejercer un castigo ejemplar y duro.
La tempestad- decrece y los densos nubarrones huyen hacia el Oeste. El viento frío descubre al cielo y, en la tierra, relucen las hojas de los pinos del bosque lavadas por la lluvia.
En la cumbre de los montes escarpados, llevadas por cl viento cabalgan las walkyrias. Los cadáveres de los guerreros muertos penden de las sillas v el trotar de los caballos y yeguas resuena acompasado en las oquedades de la montaña. El desfile va acompañado de gritos, desafíos, sonidos de bronce de sus armas y corazas. Al encontrarse reunidas se saludan con júbilo; descienden en un pinar, dejan descansar a las bestias y comentan los combates que han presenciado.
-¡No somos más que ocho; aún falta una! -dice una de las jóvenes-. ¿Dónde está Brunilda?
La walkyria tarda en llegar; luego aparece tras velocísima v agitada carrera. Viene huyendo de la cólera del padre y conduciendo a Siglinda. Al llegar al pinar, corre al encuentro de sus hermanas, a las que pide ayuda y protección.
-¡Por primera vez huyo y soy perseguida! ¡El padre de las batallas me persigue! ¡No soy ya su Bija predilecta!
Las walkyrias se horrorizan ante tal acontecimiento. jamás han desobedecido al dios; la desventura de Brunilda las conmueve en extremo. Pero no se atreven a desafiar la cólera de Wotan. Ante sus ojos espantarlos ven avanzar la tempestad en cuyas nubes se acerca el dios colérico. No podrán ayudar a Brunilda, pues deben obediencia a su padre; ni siquiera pueden proteger a la desventurada Siglinda, que trastornada por la muerte de Siegmund clama que se la mate. ¡Nadie podrá salvarla! Las jóvenes guerreras en cabalgata desesperada se pierden en los montes, gritando:
-¡Afuera esa mujer! ¡Que ninguna walkyria la proteja!
Sólo Brunilda, conmovida y resuelta, decide salvarla cumpliendo su promesa al héroe. Y en medio del fragor de la tormenta que anuncia al dios orienta a Siglinda hacia el bosque cercano, en donde escondido en una cueva el dragón Fafner guarda el anillo v los tesoros arrebatados al nibelungo Alberico.
-¡Es cl mejor lugar para protegerte de la cólera de Wotan! Un pacto le impide combatirlo. ¡Salva a tu hijo, mujer! ¡Será el más valiente de los héroes! Guarda los fragmentos de la espada Nothung; forjada de nuevo podrá usarla en los combates. ¡Siegfried debes llamar a tu hijo! ¡Que goce en paz de los frutos de la victoria!
Siglinda, animosa y agradecida, huye para salvar a su hijo. Al instante un huracán se desata en los montes y en medio del trueno se oye la orden de Wotan.
-¡Detente, Brunilda!
Pero, ahora, todas las walkyrias compadecidas izan regresado y la protegen con sus cuerpos. El dios reclama a la desobediente y perjura; recrimina la debilidad de las guerreras y exige la presencia de Brunilda. Y ésta aparece, firme y resuelto cl paso.
-¡No serás ya mi mensajera!; ¡no te señalaré héroes en el combate! ¡Ni estarás en los festines de los dioses! ¡Ni besaré tu boca inocente! ¡Quedas fuera del ejército divino y expulsada de la raza de los dioses!
Ante tan tremenda condena lloran y ruegan las walkyrias; pero Wotan es inflexible. Brunilda debe dejar el mundo brillante de los dioses y convertida en mortal deberá hilar y obedecer a un hombre, siendo el blanco de las burlas. Las walkyrias huyen desoladas al caer el crepúsculo.
Bajo un cielo limpio ahora de nubes, Brunilda se dirige a su padre con las viejas palabras del afecto y le recuerda el momento en que el dios, mortificado por Fricka, le contara sus pesares. Ella sólo ha cumplido los oscuros e inconfesados deseos de su padre, que no podía realizarlos por su promesa a Fricka.
Pero el primero de los dioses es inflexible en sus designios; reprocha a Brunilda el amor encendido por el héroe Siegmund que la impulsó a desobedecer su mandato y alejarla del padre. Sin piedad alguna, ordena que abandone el Walhalla.
Humilde y desesperada, la hija preferida de Wotan le ruega, por último, que si ha de expulsarla de la raza de los dioses y someterse a un hombre, que éste no sea ni indigno ni cobarde.
-¡Te someteré a un profundo letargo! ¡El que logre despertarte será tu esposo! - le replica el dios.
-¡Oye la última súplica que te dirijo! -ruega Brunilda-. Esto imploro de ti- ¡Haz que ardientes llamas circunden la roca donde duerma
y que devoren a quien se atreva a acercarse! ¡Así sólo el más valeroso de los héroes logrará despertarme!
El dolor de Brunilda conmueve por fin a Wotan y accede al ruego de la doncella. -¡Un fuego nupcial como nunca ardió para novia alguna te rodeará! ¡Abrasadoras llamas circundarán la roca y atemorizado huirá el cobarde! ¡Sólo obtendrá a la doncella quien sea más libre que yo, que soy un dios! -conjura Wotan.
Acaricia a Brunilda por última vez, elogia su ternura y belleza inocente. La besa en los ojos, que se cierran inmediatamente, y la joven queda dormida junto a las flores del prado y bajo el verdor de los pinos.
Wotan le ciñe el casco y la cubre con el escudo. Invoca a Loge, y el fuego brota; una llama brillante empieza a rodear el sitio elegido formando un círculo ardiente y alto, que alumbra al anochecer.
Dormida dentro del cerco llameante queda Brunilda; y el primero de los dioses, ante la bella y serena visión de su hija, formula aún su última voto:
-¡Quien tema ni¡ lanza, no pase nunca a través de estas llamas!

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