1 Los godos y la problemática de las invasiones bárbaras
A lo largo del siglo IV se hicieron cada vez más frecuentes las incursiones en el Imperio romano de pueblos extraños al mismo. Estos habían sido llamados por los escritores latinos con el nombre de barbarii, es decir, extranjeros, denominación aplicable, en consecuencia, a todas aquellas gentes asentadas más allá del limex. El fenómeno no era, ni mucho menos, nuevo. Desde que a fines del siglo II a. C, los romanos habían aniquilado a cimbrios y teutones, acabando de esta forma con el peligro bárbaro por el norte, las incursiones —o el establecimiento pací¬ico— de germanos en tierras del Imperio había sido un hecho relativamente frecuente. Lo que de nuevo presentaban estas penetraciones de pueblos bárbaros en el siglo IV era, por un lado, su frecuencia, y, por otro, la cada vez más manifiesta impotencia del Imperio romano de Occidente para repelerlas.
En la base de todo este proceso estaba la crisis socioeconómica que, desde el siglo III, venía sufriendo el mundo romano. Efectivamente, desde ese siglo la decadencia de la industria artesanal de la mitad occidental del Imperio, víctima de la competencia oriental, es evidente y se traduce en la ruina de la vida artesana de muchas ciudades. Por lo que a la agricultura se refiere, la competencia, especialmente de Egipto (gran productor de trigo para el abastecimiento de Roma y de los ejércitos imperiales) y de otras regiones de África y de Asia Menor, había provocado la decadencia de la producción agrícola de las regiones occidentales del Imperio.
A la vez, iba desapareciendo en ellas la pequeña propiedad libre, en beneficio del desarrollo de grandes latifundios, cultivados por grupos de esclavos o por colonii cada vez más vinculados a la tierra. Ya la denominada lex manciana, que data de tiempos del emperador Adriano (117-138 d. C), bajo la apariencia de una defensa del cultivador de la tierra contra la expulsión de la misma por parte del propietario, había ido arraigando la idea de vinculación del campesino a la tierra que cultivaba y la consecuente dependencia con respecto al propietario de la misma. Esta tendencia se acentuó a lo largo del Bajo Imperio, a medida en que la baja de los precios agrícolas, como consecuencia de la competencia de los grandes países productores de Oriente, había obligado a muchos pequeños campesinos libres, endeudados por este proceso, a vender sus tierras a comerciantes enriquecidos gracias a sus negocios de importación de productos orientales, a la vez que sus propias personas pasaban a depender también de un nuevo propietario, incluidas en las tierras que le habían vendido. La tendencia se fue acentuando a lo largo de los siglos III y IV, en la medida en que la inseguridad de la época —ante las incursiones bárbaras o las exigencias del fisco— inducían a los pocos propietarios agrícolas, cultivadores directos de sus lotes de tierra que iban quedando a entrar bajo la dependencia y protección de algún gran latifundista. Todo ello se traducía en una baja de la producción, tanto industrial como agrícola, que obligaba a frecuentes importaciones de todo tipo de productos de Oriente, con la consiguiente evolución desfavorable, para Occidente, de la balanza de pagos, como lo demuestran las continuas devaluaciones monetarias desde tiempos de Nerón (54-68 d. C), agravadas en los siglos siguientes.
La crisis económica en que se veía sumido el Imperio romano de Occidente desde el siglo III había tenido como secuela necesaria un descenso en la tasa de natalidad y un aumento enorme de la mortalidad, como consecuencia de las frecuentes epidemias que se sucedían a raíz de la miseria creciente de las masas. De ello se deduce que muchas zonas de las regiones occidentales del Imperio quedaron despobladas, y este vacío demográfico se llenó con germanos que, pacíficamente, se instalaban en estas tierras como colonos, o como soldados del Imperio a cambio de recibir lotes de tierra en el limex del mundo romano al que se comprometían a defender integrados en las legiones romanas, cuyos jefes eran también, y cada vez con más frecuencia, de origen bárbaro.
Lo anteriormente dicho permite afirmar que las denominadas «invasiones bárbaras», no fueron un fenómeno brusco que, de forma repentina y brutal, acabaran en el siglo V con el Imperio de Occidente, haciendo pasar a sus tierras y a sus gentes del brillante mundo clásico a la barbarie medieval. En realidad fueron una serie de infiltraciones de pueblos bárbaros, la mayor parte de las veces de carácter pacífico, que se fueron sucediendo a lo largo de varios siglos, y que sólo en la segunda mitad del siglo IV y, sobre todo, a lo largo del siglo V, fueron adquiriendo un carácter más violento y una frecuencia creciente. La causa de esta mayor frecuencia se debía a la presión que por el Este ejercían sobre los pueblos germánicos gentes de raza amarilla provenientes de las estepas de Asia (entre ellas los hunos), pero también —y sobre todo— a causa del progresivo debilitamiento del poder del Imperio de Occidente, cuya causa había que buscarla en la crisis económica y demográfica que le sacudía desde el siglo III d. C.
Fueron los humanistas italianos del siglo XVI los que pusieron en marcha la «teoría catastrófica» como expresión de la creencia de que la caída del Imperio de Occidente había sido algo brusco y repentino. Esta caída se simbolizó por la deposición en el año 476 del último emperador, Rómulo Augústulo, por Odoacro, el caudillo de los hérulos, una de las muchas tribus germánicas que se habían introducido en el mundo romano. Nada más lejos de la realidad. Las invasiones bárbaras —por llamar de algún modo a estas paulatinas y casi siempre pacificas penetraciones de pueblos, en su mayoría germánicos— fueron producto, más que de otra cosa, dé la interna descomposición del mundo clásico: de su cultura, y de sus instrumentos políticos (el Imperio), todo ello a causa de la crisis socioeconómica iniciada en el siglo III. Desde entonces el mundo romano se había ido «barbarizando» él solo, y su nivel cultural en el siglo V, cuando ya los pueblos bárbaros acabaron con la última sombra de poder imperial, distaba mucho de ser el correspondiente a los brillantes días de Augusto, se asemejaba más, por el contrario, al de los pueblos germanos «invasores» que habían ido adquiriendo muchas costumbres romanas en sus largos años de convivencia con el Imperio.
Algunos de estos pueblos eran de origen iranio, como los alanos y los hunos; pero en su mayoría eran pueblos germánicos, cuyo lugar de origen habría que buscar en el sur de Suecia, en Dinamarca y en las tierras de Schleswig-Holstein, llegando por el sur hasta Magdeburgo y por el este hasta el río Oder, en la actual frontera entre Alemania y Polonia.
Desde la Edad del Hierro (aproximadamente desde el año 1000 a. C), se venía produciendo en esas regiones un progresivo desequilibrio entre medios de subsistencia y aumento de la población, debido quizá a alteraciones climáticas que influían negativamente en la vida económica. Por ello diversas tribus germanas tuvieron que emigrar, siendo el asentamiento de algunas de éstas en el Imperio romano occidental, el último acto de estos movimientos migratorios.
Estos movimientos dividieron a los germanos en varios grupos con características lingüísticas bien definidas: los germanos del norte o hilleviones que permanecían en sus antiguos territorios; los germanos occidentales, divididos en inveones (entre el Rin y el Báltico), herminones (en la Europa central al norte del Danubio y más allá del Vístula) e istveones (entre los dos grupos anteriores y la orilla derecha del Rin); por último, los germanos orientales, entre los que se contaban los vándalos, los borgoñones y los godos, con tendencia todos ellos a dirigirse desde el solar común de los germanos hacia las tierras orientales del Imperio romano.
Concretamente, los godos, procedentes del sur de Escandinavia, se habían instalado en la desembocadura del Vístula hacia el siglo I a. C, y, desde allí, se habían extendido hacia el este y hacia el sur, llegando a ocupar desde el Theiss al Don, y desde las costas del mar Negro (que parece que alcanzaron hacia el año 200 d. C.) hasta las del Báltico. Integraron en su territorio a pueblos como los hérulos, rugios, eskiros, turcilingos, gépidos, etc. A la vez, los mismos godos se empezaban a escindir en dos pueblos distintos: los visigodos (godos sabios), asentados preferentemente entre los Cárpatos y el Dniéper, y los ostrogodos (godos brillantes), asentados en las estepas del sur de Rusia.
La relación de los godos con el mundo romano no fue muy intensa hasta el siglo III d. C. La primera referencia que de ellos se tiene es la contenida en la obra Germania, del historiador romano Cornelio Tácito (hacia 54-120 d. C), donde se dice: «...Más allá de los Ligios, reinan los Gotones, con un poco más de dureza que las restantes gentes de Germanos, si bien todavía no (reinan) sobre la libertad. Después, más lejos del Océano (gobiernan) los Rugios y los Lemovios; y de todas estas gentes, es distintivo los escudos redondos, las cortas espadas y la sumisión para con los reyes...» . Esta breve alusión de Tácito a los godos pone de relieve una de las características de la vida institucional de los godos —y de los demás pueblos germánicos—: el carácter electivo (democrático) de la realeza y el respeto que ella inspiraba, basado, sin duda, en el poder que los reyes tenían gracias a la clientela de hombres libres a ellos vinculada por lazos de dependencia (comitatus, gefolge).
Pero dos siglos después de la muerte de Tácito, el mundo romano iba a tener un conocimiento mucho más directo del pueblo godo. Los godos iniciaron una serie de incursiones violentas por el este del limex al conocer la progresiva descomposición del poder de Roma, y su consiguiente debilitamiento, gracias a los numerosos miembros de este pueblo que se habían establecido pacíficamente en el Imperio romano como colonos o como soldados de los ejércitos imperiales, y, tal vez presionados por pueblos procedentes del este.
En el año 251 d. C, abandonando sus tierras, grupos de godos devastaron la Mesia (en el bajo Danubio) y Tracia (en el sudeste de la península balcánica) y derrotaron al emperador Decio (249-251 d. C.), que murió combatiéndoles. A lo largo de los años 258 y 259 d. C. saquearon las costas del mar Negro y realizaron incursiones por Grecia llegando a entrar en Atenas; poco antes habían incendiado el templo de Artemisa en Efeso.
Tras un período de diez años, en que se mitigó la agresividad de los godos, en el 269 un ejército compuesto por 320.000 hombres y 2.000 embarcaciones partió de la desembocadura del Dniéster y después de saquear Creta y Chipre desembarcó en Tesalónica, siendo posteriormente dispersado (270) por el emperador Claudio en Naissus. Ese mismo año, el emperador Aureliano (270-275) llegó a un acuerdo con el pueblo godo en virtud del cual éste recibiría tierras en la margen izquierda del Danubio (Dacia), a cambio de cesar en sus correrías. De esta forma se iniciaba un largo período de paz, que iba a durar más de un siglo (hasta el año 375), durante el cual los godos asimilarían muchos aspectos de la civilización romana, lo que los iba a convertir, sin duda, en el pueblo bárbaro más romanizado.
En la base de todo este proceso estaba la crisis socioeconómica que, desde el siglo III, venía sufriendo el mundo romano. Efectivamente, desde ese siglo la decadencia de la industria artesanal de la mitad occidental del Imperio, víctima de la competencia oriental, es evidente y se traduce en la ruina de la vida artesana de muchas ciudades. Por lo que a la agricultura se refiere, la competencia, especialmente de Egipto (gran productor de trigo para el abastecimiento de Roma y de los ejércitos imperiales) y de otras regiones de África y de Asia Menor, había provocado la decadencia de la producción agrícola de las regiones occidentales del Imperio.
A la vez, iba desapareciendo en ellas la pequeña propiedad libre, en beneficio del desarrollo de grandes latifundios, cultivados por grupos de esclavos o por colonii cada vez más vinculados a la tierra. Ya la denominada lex manciana, que data de tiempos del emperador Adriano (117-138 d. C), bajo la apariencia de una defensa del cultivador de la tierra contra la expulsión de la misma por parte del propietario, había ido arraigando la idea de vinculación del campesino a la tierra que cultivaba y la consecuente dependencia con respecto al propietario de la misma. Esta tendencia se acentuó a lo largo del Bajo Imperio, a medida en que la baja de los precios agrícolas, como consecuencia de la competencia de los grandes países productores de Oriente, había obligado a muchos pequeños campesinos libres, endeudados por este proceso, a vender sus tierras a comerciantes enriquecidos gracias a sus negocios de importación de productos orientales, a la vez que sus propias personas pasaban a depender también de un nuevo propietario, incluidas en las tierras que le habían vendido. La tendencia se fue acentuando a lo largo de los siglos III y IV, en la medida en que la inseguridad de la época —ante las incursiones bárbaras o las exigencias del fisco— inducían a los pocos propietarios agrícolas, cultivadores directos de sus lotes de tierra que iban quedando a entrar bajo la dependencia y protección de algún gran latifundista. Todo ello se traducía en una baja de la producción, tanto industrial como agrícola, que obligaba a frecuentes importaciones de todo tipo de productos de Oriente, con la consiguiente evolución desfavorable, para Occidente, de la balanza de pagos, como lo demuestran las continuas devaluaciones monetarias desde tiempos de Nerón (54-68 d. C), agravadas en los siglos siguientes.
La crisis económica en que se veía sumido el Imperio romano de Occidente desde el siglo III había tenido como secuela necesaria un descenso en la tasa de natalidad y un aumento enorme de la mortalidad, como consecuencia de las frecuentes epidemias que se sucedían a raíz de la miseria creciente de las masas. De ello se deduce que muchas zonas de las regiones occidentales del Imperio quedaron despobladas, y este vacío demográfico se llenó con germanos que, pacíficamente, se instalaban en estas tierras como colonos, o como soldados del Imperio a cambio de recibir lotes de tierra en el limex del mundo romano al que se comprometían a defender integrados en las legiones romanas, cuyos jefes eran también, y cada vez con más frecuencia, de origen bárbaro.
Lo anteriormente dicho permite afirmar que las denominadas «invasiones bárbaras», no fueron un fenómeno brusco que, de forma repentina y brutal, acabaran en el siglo V con el Imperio de Occidente, haciendo pasar a sus tierras y a sus gentes del brillante mundo clásico a la barbarie medieval. En realidad fueron una serie de infiltraciones de pueblos bárbaros, la mayor parte de las veces de carácter pacífico, que se fueron sucediendo a lo largo de varios siglos, y que sólo en la segunda mitad del siglo IV y, sobre todo, a lo largo del siglo V, fueron adquiriendo un carácter más violento y una frecuencia creciente. La causa de esta mayor frecuencia se debía a la presión que por el Este ejercían sobre los pueblos germánicos gentes de raza amarilla provenientes de las estepas de Asia (entre ellas los hunos), pero también —y sobre todo— a causa del progresivo debilitamiento del poder del Imperio de Occidente, cuya causa había que buscarla en la crisis económica y demográfica que le sacudía desde el siglo III d. C.
Fueron los humanistas italianos del siglo XVI los que pusieron en marcha la «teoría catastrófica» como expresión de la creencia de que la caída del Imperio de Occidente había sido algo brusco y repentino. Esta caída se simbolizó por la deposición en el año 476 del último emperador, Rómulo Augústulo, por Odoacro, el caudillo de los hérulos, una de las muchas tribus germánicas que se habían introducido en el mundo romano. Nada más lejos de la realidad. Las invasiones bárbaras —por llamar de algún modo a estas paulatinas y casi siempre pacificas penetraciones de pueblos, en su mayoría germánicos— fueron producto, más que de otra cosa, dé la interna descomposición del mundo clásico: de su cultura, y de sus instrumentos políticos (el Imperio), todo ello a causa de la crisis socioeconómica iniciada en el siglo III. Desde entonces el mundo romano se había ido «barbarizando» él solo, y su nivel cultural en el siglo V, cuando ya los pueblos bárbaros acabaron con la última sombra de poder imperial, distaba mucho de ser el correspondiente a los brillantes días de Augusto, se asemejaba más, por el contrario, al de los pueblos germanos «invasores» que habían ido adquiriendo muchas costumbres romanas en sus largos años de convivencia con el Imperio.
Algunos de estos pueblos eran de origen iranio, como los alanos y los hunos; pero en su mayoría eran pueblos germánicos, cuyo lugar de origen habría que buscar en el sur de Suecia, en Dinamarca y en las tierras de Schleswig-Holstein, llegando por el sur hasta Magdeburgo y por el este hasta el río Oder, en la actual frontera entre Alemania y Polonia.
Desde la Edad del Hierro (aproximadamente desde el año 1000 a. C), se venía produciendo en esas regiones un progresivo desequilibrio entre medios de subsistencia y aumento de la población, debido quizá a alteraciones climáticas que influían negativamente en la vida económica. Por ello diversas tribus germanas tuvieron que emigrar, siendo el asentamiento de algunas de éstas en el Imperio romano occidental, el último acto de estos movimientos migratorios.
Estos movimientos dividieron a los germanos en varios grupos con características lingüísticas bien definidas: los germanos del norte o hilleviones que permanecían en sus antiguos territorios; los germanos occidentales, divididos en inveones (entre el Rin y el Báltico), herminones (en la Europa central al norte del Danubio y más allá del Vístula) e istveones (entre los dos grupos anteriores y la orilla derecha del Rin); por último, los germanos orientales, entre los que se contaban los vándalos, los borgoñones y los godos, con tendencia todos ellos a dirigirse desde el solar común de los germanos hacia las tierras orientales del Imperio romano.
Concretamente, los godos, procedentes del sur de Escandinavia, se habían instalado en la desembocadura del Vístula hacia el siglo I a. C, y, desde allí, se habían extendido hacia el este y hacia el sur, llegando a ocupar desde el Theiss al Don, y desde las costas del mar Negro (que parece que alcanzaron hacia el año 200 d. C.) hasta las del Báltico. Integraron en su territorio a pueblos como los hérulos, rugios, eskiros, turcilingos, gépidos, etc. A la vez, los mismos godos se empezaban a escindir en dos pueblos distintos: los visigodos (godos sabios), asentados preferentemente entre los Cárpatos y el Dniéper, y los ostrogodos (godos brillantes), asentados en las estepas del sur de Rusia.
La relación de los godos con el mundo romano no fue muy intensa hasta el siglo III d. C. La primera referencia que de ellos se tiene es la contenida en la obra Germania, del historiador romano Cornelio Tácito (hacia 54-120 d. C), donde se dice: «...Más allá de los Ligios, reinan los Gotones, con un poco más de dureza que las restantes gentes de Germanos, si bien todavía no (reinan) sobre la libertad. Después, más lejos del Océano (gobiernan) los Rugios y los Lemovios; y de todas estas gentes, es distintivo los escudos redondos, las cortas espadas y la sumisión para con los reyes...» . Esta breve alusión de Tácito a los godos pone de relieve una de las características de la vida institucional de los godos —y de los demás pueblos germánicos—: el carácter electivo (democrático) de la realeza y el respeto que ella inspiraba, basado, sin duda, en el poder que los reyes tenían gracias a la clientela de hombres libres a ellos vinculada por lazos de dependencia (comitatus, gefolge).
Pero dos siglos después de la muerte de Tácito, el mundo romano iba a tener un conocimiento mucho más directo del pueblo godo. Los godos iniciaron una serie de incursiones violentas por el este del limex al conocer la progresiva descomposición del poder de Roma, y su consiguiente debilitamiento, gracias a los numerosos miembros de este pueblo que se habían establecido pacíficamente en el Imperio romano como colonos o como soldados de los ejércitos imperiales, y, tal vez presionados por pueblos procedentes del este.
En el año 251 d. C, abandonando sus tierras, grupos de godos devastaron la Mesia (en el bajo Danubio) y Tracia (en el sudeste de la península balcánica) y derrotaron al emperador Decio (249-251 d. C.), que murió combatiéndoles. A lo largo de los años 258 y 259 d. C. saquearon las costas del mar Negro y realizaron incursiones por Grecia llegando a entrar en Atenas; poco antes habían incendiado el templo de Artemisa en Efeso.
Tras un período de diez años, en que se mitigó la agresividad de los godos, en el 269 un ejército compuesto por 320.000 hombres y 2.000 embarcaciones partió de la desembocadura del Dniéster y después de saquear Creta y Chipre desembarcó en Tesalónica, siendo posteriormente dispersado (270) por el emperador Claudio en Naissus. Ese mismo año, el emperador Aureliano (270-275) llegó a un acuerdo con el pueblo godo en virtud del cual éste recibiría tierras en la margen izquierda del Danubio (Dacia), a cambio de cesar en sus correrías. De esta forma se iniciaba un largo período de paz, que iba a durar más de un siglo (hasta el año 375), durante el cual los godos asimilarían muchos aspectos de la civilización romana, lo que los iba a convertir, sin duda, en el pueblo bárbaro más romanizado.
EL MUNDO PERDIDO DE LOS VISIGODOS-Gabriel García Voltá
EDITORIAL BRUGUERA, S. A.- ISBN 84-02-05126-X
0 Comentarios