La quiebra de los bancos islandeses hiela los corazones a los habitantes del pequeño país nórdico, habituados como pocos al frío
Los vikingos se arruinan
A Manzo Mbomyo, hijo de guineano y de sevillana, el Ayuntamiento de Hafnarfjörour ya le ha dicho que no le puede pagar las macetas y los bancos que entregó recientemente. Él ha explicado a su vez al taller que hace sus diseños en piedra y aluminio que no podrá pagarles. Y todos se han entendido. Esperarán tiempos mejores. En realidad, las poco más de 300.000 almas que habitan esta inhóspita isla nórdica esperan que la cosa cambie. Con una inflación del 15%, unos tipos de interés por encima de ese guarismo y una moneda -la corona- que ha perdido el 60% de su valor en apenas un año, la cosa estaba cantada.
La pequeña economía islandesa no pudo soportar la especulación. Empresas y particulares huyeron de los altos tipos de interés y se fueron al extranjero a pedir dinero. El problema vino luego, cuando no se pudieron devolver los préstamos al sobrevenir la crisis mundial. La intervención del Estado no se hizo esperar y ahora, con dos de los tres bancos más importantes del país nacionalizados y sin apenas reservas de divisas, el frío vikingo es más frío que nunca.
A Gudrún Kvaran, que preside el instituto lexicográfico Árni Magnússon, el torbellino financiero la ha cogido dando los últimos toques al informe de la comisión asesora de la lengua islandesa, la única escandinava que permite leer las sagas medievales. Han estudiado la situación del idioma en la política, la ciencia, la cultura, el periodismo... y el único campo en el que el islandés estaba amenazado era el de los negocios.
Elizabet Saguar, una valenciana que da clases de español y vive con su marido islandés y sus hijos en Gardabaer, se ha llevado un disgusto al descubrir que las letras que ha pagado durante cuatro años por el coche se han esfumado. Le dieron el préstamo en un 'cóctel de divisas' para evitar los altos intereses de la corona islandesa, pero ahora se ha hundido y lo que aún tiene que pagar es lo mismo que le prestaron.
Thoranna Jonsdóttir, que es directiva de Audur, una nueva agencia financiera con mayoría de mujeres, no irá a esquiar a los Alpes esta Navidad. Pero ella no va a casa y contempla un agujero, como sus vecinos, que compraron una villa construida en los años setenta por un millón de euros y la derribaron para construir otra con los últimos diseños.
Sigridur Gudmundsdóttir, que regenta con su marido un centro de rememoración de las sagas medievales en Borgames, hizo el otro día en el aeropuerto de la Isla de Man algo que no había hecho jamás. Vio que la quiebra de los bancos islandeses y la posibilidad de que los extranjeros no cobrasen estaba en la portada del periódico, y discretamente cubrió con la mano su pasaporte ocultando el nombre de Islandia.
A su marido, el dramaturgo Ljartan Ragnarsson, le han aplazado el estreno de su adaptación de 'La visita de la vieja dama', de Friedrich Dürrenmattel, en el teatro municipal de Reikiavik, el Borgarleikhus. El argumento de la obra podría evocar dolorosos parecidos entre la coyuntura local y la de la ficticia Güllen. A este pueblo arruinado por las deudas regresa Claire Zachanassian, que ofrece mil millones si matan al popular Alfred, que la dejó embarazada y sobornó a testigos para negar su paternidad. Ella tuvo que abandonar el pueblo, que la rechaza de nuevo por inmoral. Pero con el paso de los días, la gente empieza a comprar cosas que no podría pagar.
Soley Thorisdóttir no sabe por qué no han llegado de Italia los relojes de pared que había encargado en su tienda de mobiliario, Saltfélagid, junto al puerto pesquero de la capital. Casi todo lo que vende es importado y hay rumores de que para el fin de año ya no habrá divisas. Ha vendido cosas muy caras a gente adinerada, que gasta sus coronas antes de que pierdan más valor, pero apenas vende lo más barato.
Recordar la saga
¿Qué ocurre cuando la banca de un país con 320.000 habitantes adquiere obligaciones en el extranjero que equivalen a doce veces lo que produce el país cada año, y quiebra? Pues, que un kilo de champiñones vale el doble, que dan más euros por una corona en el mercado negro que en el banco y que en ese mismo banco dan 370 euros para pasar diez días en el extranjero y sólo tras mostrar el billete de avión.
Que no hay tantas ofertas para viajar en Navidad. Que en la televisión anuncian ese día la pérdida de quinientos empleos. Que jubilados que compraron casas en Alicante están muy apurados, porque la pensión vale ahora la mitad de lo que valía. Y que el presidente del país, Ólafur Ragnar Grímsson, que hace unos meses pronunciaba discursos en Londres aleccionando sobre el modelo islandés, recorre las facultades universitarias de su país pidiendo a los jóvenes que no emigren. ¿Por qué ocurrió? ¿Por qué se extendió con tal intensidad, entre una pequeña población de luteranos de Escandinavia, famosos por su laboriosidad y templanza, el trabalenguas de birlibirloque financiero que ahora se ve como digno de caseta de feria?
Quizás porque Islandia es una sociedad pequeña, donde el contagio familiar es más sencillo, donde el frenesí de una 'clique' (se puede entender como 'liga de amigos') puede arrastrar a los demás mientras corre el dinero, sin los amortiguadores que se suponen a los grandes países.
Lo ocurrido es un fenómeno de Reikiavik, donde dos tercios de la población viven en una ciudad a la americana, para coches, en torno a una preciosa bahía y a un casco histórico bello, helado y provinciano. Otras ciudades viven de la pesca, de la ganadería, de las fundiciones de aluminio construidas aprovechando la abundancia de energía geotérmica.
Erlendur Sveinsson, el detective que protagoniza las novelas del autor islandés con más éxito internacional -Arnaldur Indridasson- no se siente cómodo en la ciudad, a pesar de que es una de las capitales del planeta con menos crímenes. La ha visto extenderse por las bahías para dar cobijo a comunidades rurales despobladas.
En la durísima trama de 'Grafarthogn' (Silencio de la tumba), Erlendur describe Reikiavik así: «Una ciudad moderna e hinchada, con gente que ya no quería, o no podía, vivir en el campo o en los pueblos pesqueros y vino a la ciudad para construirse nuevas vidas. Pero perdieron sus raíces y se quedaron sin pasado y con un futuro incierto».
Elizabet Saguar, que ha vivido veinte años en Islandia y es cristiana adventista, dice que si ella tuviese que formar de nuevo una familia escogería este país, aunque su economía está siempre subida a una montaña rusa. Era muy pobre hasta que su importancia estratégica trajo soldados británicos y americanos en las guerras mundiales del siglo XX. Y ha vivido antes sacudidas abruptas, crisis del bacalao o del arenque.
Quizás es el espíritu vikingo, el de la saga de Egil, que se puede estudiar en el museo creado por Ragnarsson y Gudmundsdóttir en Borgames y cuya dureza, violencia y misticismo son encarnados por un protagonista, Egil Skallagrimsson, que compone sus primeros versos a los tres años y mata a su primera víctima cuando tiene ocho, poco antes de partir en expediciones navales de conquista.
Quizás tengan las leyendas vikingas algo que ver con la peripecia de los bucaneros de las finanzas que, en los bancos ahora nacionalizados, han sido sustituidos por mujeres. En la agencia Audur se cree -dice Jonsdóttir- que las mujeres no evitan los riesgos, pero que son más conscientes de ellos. Y que hay algo que une el abrumador dominio de los hombres en consejos de administración y esta crisis. Protagonizada por hombres que negociaban tratos, préstamos y compraventas, sin darse nunca el tiempo de mostrar si realmente saben llevar una empresa.
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