El Kalevala - cap III

III WAINAMOINEN Y EL JOVEN JOUKAHAINEN


El viejo, el impasible Wainamoinen pasaba los días de su vida en los bosques y las landas de Kálevala. Allí entonaba sus cantos y manifestaba su ciencia. Día y noche sin interrupción retumbaba su voz. Re¬petía sus antiguos recuerdos, celebraba el origen de las cosas, los misterios que todos los hombres juntos no sabrían cantar, que todos los hombres juntos no sabrían comprender en su pobre vida, en las horas su¬premas de sus días perecederos. La fama de la sabidu¬ría del runoya se extendió a lo lejos; voló hasta las regiones del Mediodía, hasta las alturas de Pohjola.

He aquí, pues, que el joven Joukahainen, el cenceño mancebo de Laponia, paseando un día por su aldea, oyó contar la maravillosa nueva; supo que allá en los bosques y landas de Kálevala, sabían cantos mejores que los suyos, que los que él aprendió de su padre.
Esto le llenó de cólera. Al mismo tiempo una terri¬ble envidia se encendió en su pecho contra Waina¬moinen, porque comprendió que iba a ser sobrepasado por él. Llegó junto a su madre y le anunció su desig¬nio de ir a Wainola a desafiar al bardo.
La madre de Joukahainen desaprobó su decisión, y el padre se esforzó en hacerle desistir, diciéndole: "Allá harán mofa de ti, te embrujarán con sortilegios, hasta que tus manos y tus pies se pongan rígidos, y no puedas moverte ni volver atrás".
El joven Joukahainen respondió: "Sin duda la sabi¬duría de mi padre es grande; y la de mi madre mayor aún. Pero la mía es mejor".
Y partió sin escuchar sus consejos. Tomó su caballo de reluciente morro y fogosos corvejones, y lo unció a su trineo dorado, a su trineo de fiesta. Después mon¬tó, hizo restallar su látigo ornado de perlas, y se lanzó al espacio.
Caminaba con un fragor de tempestad. Caminó un día, caminó dos días. Al tercer día llegó al bosque de Wainola, en las landas de Kálevala.
El viejo, el impasible Wainamoinen, venía lentamen¬te por el camino. Pronto el joven Joukahainen se en¬contró con él de frente. Los trineos chocaron, los atalajes se enredaron, se encabestraron las colleras, y los corceles humeantes se detuvieron.
Entonces el viejo Wainamoinen dijo: "¿De qué raza eres tú, que tan locamente cruzas por mi camino, des¬trozando mi trineo, mi hermoso trineo de fiesta?"
El joven Joukahainen replicó: "Yo soy el joven Jou¬kahainen. ¿Y tú? ¿de dónde sales tú? ¿cuál es tu familia? ¿cuáles son tus antepasados, miserable?"
El viejo Wainamoinen dijo: "Si eres el joven Jou¬kahainen, cédeme el paso, porque no eres igual a mí en edad".
El joven Joukahainen dijo: "No se trata aquí de juventud ni de vejez. Que aquel que sea el más grande en sabiduría y el más poderoso en recuerdos, pase delante. Y que el otro le ceda el camino. Si es cierto que tú eres el viejo Wainamoinen, el runoya de la eternidad, comencemos a cantar. Que el hombre dé lecciones al hombre; ¡que uno de nosotros triunfe del otro!"
El viejo Wainamoinen contestó: "¿Qué puedo valer yo como sabio, ni como bardo, si he vivido toda mi vida en estos bosques solitarios, en medio de mis cam¬pos, sólo atento a la voz de mi cuclillo? Déjame oír más bien lo que tú sepas; aquello que tú comprendas mejor que los demás".
El joven Joukahainen dijo: "Sé unas cosas y otras; las poseo con plena claridad. Sé que la salida del humo está en el techo, que la llama no está lejos del hogar, que la vida es fácil para la lija y para la foca que se encenaga en las aguas. Pero si esto no te basta, sé otras cosas además, conozco otros asuntos".
El viejo Wainamoinen dijo: "La ciencia del niño, la memoria del niño, no son las del viejo héroe barbado ni las del hombre que ha tomado mujer. ¡Habla de las cosas eternas y profundas!"
El joven Joukahainen dijo: "Sé que el pinzón es un pájaro y sé de dónde viene; sé que la culebra es un reptil, que la pértiga es un pez del agua, que el hierro es flexible, que la tierra negra es amarga, que el agua hirviente causa dolor, que el fuego quema rabiosamen¬te. Y todavía recuerdo más cosas: recuerdo el tiempo en que yo me dedicaba a surcar el mar, a sondear el abismo, a cavar agujeros para los peces, a sumergirme hasta las entrañas del agua, a formar lagos, a amon¬tonar colinas y a agrupar las rocas. Yo estaba presente cuando la tierra fue creada, cuando fue desplegado el espacio".
El viejo Wainamoinen dijo: "¡Deja ya de amontonar mentira sobre mentira!"
Y el joven Joukahainen: "Si mi ciencia no es bas¬tante, mi espada la suplirá. ¡Oh, viejo Wainamoinen, oh runoya de la boca sin límites! ¡ven a medir tu espa¬da conmigo, prueba ahora la hoja del acero!"
El viejo Wainamoinen dijo: "Poco me importan en verdad tu espada y tu cólera, tu venablo y tus desa¬fíos. Pero no me está bien medirme contigo, pobre mozo; batirme contigo, oh miserable".
El joven Joukahainen crispó la boca, irguió la ca¬beza, sacudió su negra cabellera, y dijo: "Al que rehuse batirse conmigo yo lo convertiré en cerdo de largo hocico; yo daré cuenta de tales héroes arrastrán¬dolos sobre el estiércol, amontonándolos en el fondo del establo".
Entonces Wainamoinen fue presa de la indignación y estalló en furia. Y de pronto rompió a cantar, ento¬nando palabras mágicas. Wainamoinen canta, y a su voz braman las marismas, y la tierra tiembla, y las montañas de cobre oscilan, y las losas espesas saltan, y las rocas se hienden, y las piedras se quiebran contra la costa.
Con sus sortilegios anonada al joven Joukahainen. Finge ramas y follaje en la collera de su caballo, varas de mimbre sobre la gualdrapa, ramas de sauce en las riendas. Después convierte su trineo de oro, su her¬moso trineo de fiesta, en un arbusto seco de los pantanos; su látigo ornado de perlas, en el carrizo de la orilla del mar; su caballo de estelada frente, en piedra de las cataratas; su espada de guardas de oro, en relámpago; su arco de mil colores, en arco iris; sus aladas flechas, en flotantes ramas de pino; su perro de corvo morro, en un mojón de tierras; su gorra, en nube delgada; sus guantes, en nenúfares de agua es¬tancada; su manto de lana azul, en niebla; su rico cinturón, en un reguero de estrellas...
Después sacude entre sus manos al joven Joukahai¬nen en persona, y lo hunde en una ciénaga hasta la cintura, en una pradera hasta los riñones, en un brezal hasta las axilas.
Sólo ahora comprende el joven Joukahainen que, aquel que había encontrado en su camino y contra el cual había querido luchar, era verdaderamente el viejo Wainamoinen.
Intentó con uno de sus pies salir del lugar donde se le había hundido, pero su pie estaba paralizado. Lo intentó con el otro, pero lo encontró calzado con un zapato de piedra.
Entonces la desesperación se apoderó del joven Jou¬kahainen, viendo que todo le era funesto, y clamó: "Oh sabio Wainamoinen: recoge de nuevo tus palabras sagradas, tus mágicos sortilegios. Líbrame de esta an¬gustia, y yo te pagaré un rico rescate".
El viejo Wainamoinen dijo: "¿Qué me darás si recojo mis palabras, si te libro de esa angustia?"
El joven Joukahainen dijo: "Tengo dos arcos, dos preciosos arcos, fuertes y seguros en el blanco. Toma de los dos el que plazcas".
El viejo Wainamoinen dijo: "Hombre de estrechos pensamientos, ¿para qué quiero yo tus arcos? ¿qué me importan a mí, detestable monstruo? También tengo arcos yo; los muros de mi casa están cubiertos de ellos. Milagrosos arcos que salen a cazar al bosque sin la ayuda de la mano del hombre". Y otra vez volteó entre sus manos al joven Joukahainen, enterrándolo más profundamente en el cenagal. El joven Joukahainen dijo: "Oh viejo Wainamoinen: te entregaré un casco lleno de oro, una gorra llena de plata; todo el oro y la plata que mi padre ha conquis¬tado en las batallas, que ha traído de sus cabalgadas guerreras".
El viejo Wainamoinen dijo: "De nada me sirve tu riqueza; no corro yo, insensato, detrás de tu oro. Mis cofres lo desbordan. Y mi plata es antigua como la luna; mi oro tiene la edad del sol".
Y nuevamente sacudió al joven Joukahainen, hun¬diéndolo más y más en la ciénaga.
El joven Joukahainen estaba en el colmo de la des¬dicha, viéndose enterrado hasta la barba en el húmedo fangal, hasta la boca en el légamo espeso, hasta los dientes entre las raíces de los pinos.
Y dijo: "Oh sabio Wainamoinen: recoge tus encan¬tamientos, perdona mi triste vida, líbrame de este es¬pantoso abismo. Si retiras tus mágicas palabras, te en¬tregaré a mi hermana Aino. Te ofrezco a la hija de mi madre para poner tu casa en orden, para barrer el suelo de tu cámara, para fregar tus escudillas de leche, para lavar tus vestidos, para tejerte un manto de oro y amasarte las tortas de miel".
Entonces Wainamoinen sintió en su corazón un in¬menso gozo; la esperanza de tener a la hermana del joven Joukahainen para sostén de sus viejos días des¬armó su cólera.
Y se puso a cantar un instante; y otra vez luego, y una tercera vez, recogiendo así sus sagradas palabras de antes, sus mágicos sortilegios.
De este modo el joven Joukahainen salió del abismo donde se hallaba hundido; y su caballo dejó de ser una roca, su trineo un arbusto seco y su látigo caña mari¬na. Después montó en su trineo querido, y se dirigió con el corazón abrumado y triste el alma, a la casa de su dulce madre.
Camina con un estrépito ensordecedor, con una velo¬cidad de espanto. Y he aquí que su trineo va a chocar en la escalinata de la casa paterna, estrellándose con¬tra el pabellón de baños.
La madre y el padre acuden al estrépito, y le dicen: "Has estrellado a propósito tu trineo, has hecho astillas voluntariamente tu timón. ¿Por qué conduces de manera tan extraña y tan loca?"
El joven Joukahainen, deshecho en llanto, estaba con la cabeza baja, el corazón en la garganta, derriba¬da la gorra, los labios secos y espesos, hundida la nariz contra la boca.
Su madre le habló: "¿Por qué lloras, hijo? ¿por qué te lamentas, oh fruto de mi mocedad?".
El joven Joukahainen dijo: "Oh madre, lloraré y me lamentaré toda mi vida porque he ofrecido a mi hermana Aino a Wainamoinen, para que sea su esposa, para que sirva de sostén al senil, de apoyo al habitante eterno del país de los viejos".
La madre del joven Joukahainen se frotó las manos, y dijo: "No llores, hijo querido, ninguna razón tienes para estar triste. Mis votos serán colmados al fin, y veré al héroe de los héroes en mi casa; tendré a Wai¬namoinen por yerno, al célebre runoya por esposo de mi hija".
Pero la hermana del joven Joukahainen comenzó a llorar a su vez amargamente. Un día, dos días lloró, tendida sobre las escaleras de la casa.
Su madre le dijo: "¿Por qué lloras, mi buena Aino, tú a quien tan alto esposo ha elegido, tú que habitarás la mansión del hombre ilustre, que has de sentarte junto a su ventana y charlar con él en su escaño?".
La doncella dijo: "Sí, madre mía, razones tengo pa¬ra llorar. Lloro mi hermosa cabellera que tendré que cubrir, mis finos bucles que tendré que ocultar cuando soy tan niña aún, cuando todavía estoy creciendo" . Y también lloro por la dulzura de este sol, por el en¬canto de esta luna sin igual, por toda la majestad de este cielo que, tan niña aún, tendré que abandonar". La madre dijo: "Seca tus lágrimas, loca. El sol de Dios no brilla sólo en las ventanas de tu padre; tam¬bién en otros lugares brilla. Ni es sólo tampoco en los campos de tu padre y en los claros bosques de tu her¬mano donde encontrarás, pobre niña, bayas y fresas. También crecen en otras montañas, también en otras llanuras crecen".
Aino, la joven virgen, Aino, la hermana de Joukahainen, salió al bosque a buscar un brazado de rami¬llas de abedul. Y cuando volvía a la casa, atravesando el bosque con sus ágiles pies, el viejo Wainamoinen apareció. Contempló a la muchacha, adornada con un collar de perlas, corriendo sobre el fresco césped. Y le habló: "Sólo para mí, y no para ningún otro llevarás, oh doncella, tu collar de perlas, adornarás tu pecho con la hebilla de metal y anudarás tus cabellos con el lazo de seda".
La muchacha contestó: "Ni para ti ni para otro alguno adorno yo mi pecho con la hebilla de metal, ni ato mis cabellos con el lazo de seda. Ni los hermosos vestidos me apetecen, ni las rebanadas del pan candeal. Antes prefiero el tosco brial y el pan duro en casa de mi padre, al lado de mi dulce madre".
Y arrancándose la hebilla del pecho, despojándose del collar de perlas de su cuello, de los anillos de sus dedos y el rojo lazo de sus cabellos, los arrojó a tierra para que la tierra los gozase a su capricho; los dispersó por el bosque para que el bosque se adornase con ellos. Y llorando regresó a casa.
La madre de Aino trabajaba, sentada en la escalera del granero, desnatando la leche. "¿Por qué lloras tú, doncella, pobre hija mía?".
"Ay madre, mi suerte es cruel y amarga. Lloro y me lamento ¿y qué otra cosa puedo hacer? He ido al bos¬que y regresaba a casa, cuando, de repente, Wainamoi¬nen me gritó estas palabras desde el fondo del valle: "Sólo para mí y no para ningún otro llevarás, oh don¬cella, tu collar de perlas, y adornarás tu pecho con la hebilla de metal y anudarás tus cabellos con el lazo de seda".
La madre respondió: "Sube al aitta" que se alza allá en la colina, el granero lleno de nuestra riqueza. Abre el mejor cofre, levanta su tapa repujada. Encon¬trarás en él seis cinturones de oro, siete sayas azules. Ciñe tu frente con la banda de seda; tus sienes con la diadema de oro. Cuelga las perlas brillantes a tu cue¬llo, la hebilla de oro a tu pecho. Cambia tu camisa de grosera tela por una del más fino lienzo. Ponte el ves¬tido de lana, medias de seda, ricos zapatos. Ata tus trenzas con el cordón de seda. Adorna tus dedos con los anillos de oro, y tus brazos con ajorcas de plata".
Así habló la madre a su hija. Pero Aino permaneció insensible a sus ruegos. Fue a vagar, llorando, por la cerca de la casa. Y clamó levantando la voz: "Más me hubiera valido no nacer jamás a la vida, no crecer ja¬más para conocer estos funestos días, este mundo sin alegría. Más me hubiera valido morir a la edad de sólo seis noches; extinguirme en el octavo día de mi exis¬tencia. Entonces bien poco me hubiera bastado: un simple trozo de tela y un pobre rincón de tierra. Sólo habría costado unas lágrimas a mi madre, algunas me¬nos a mi padre, y tal vez ni una sola a mi hermano". Sin embargo subió hasta el granero de la colina. Abrió el mejor cofre, y sacó los seis cinturones de oro y las siete sayas azules. Después se vistió con ellos, coronó sus sienes de oro, entrelazó con hilos de plata sus cabellos, ciñó su frente con la banda de seda azul y su cabeza con el rojo lazo. Y empezó a recorrer los campos y los marjales, las claras florestas y los vastos desiertos, cantando en su vagabunda carrera:
"Sufro en mi corazón, sufro en mi pensamiento. Pero todavía no es bastante. ¡Ojalá pudiera sufrir cien veces más, para que la muerte viniera a librarme de esta miseria!".
Aino caminó un día y otro día. Al tercer día el mar desplegó ante sus ojos sus riberas cubiertas de carri¬zos. Y la noche vino a suspender su marcha, forzán¬dola a detenerse las tinieblas. Toda la noche lloró so¬bre una roca, al borde del inmenso mar. Al alba del día siguiente, divisó a tres muchachas que se bañaban junto a la extremidad del cabo.
Aino quiso ser la cuarta. Colgó su camisa en una rama de mimbre y su vestido en un chopo. Dejó sus me¬dias en el suelo desnudo, sus zapatos en la roca, sus perlas en la ribera arenosa, sus anillos en la pedregosa playa. Una roca sobresalía en la superficie del agua, una roca tachonada de mil colores y brillante como el oro. La muchacha pretendió alcanzarla a nado. Pero ape¬nas se había sentado sobre ella, la roca vaciló de re¬pente y se desplomó en el abismo. Aino se desplomó con ella.
Así desapareció la paloma, así murió la mísera don¬cella. Descendiendo al fondo de las aguas, susurró al morir:
"Había venido a bañarme en el mar, a nadar en el golfo. Y heme aquí que desaparezco bajo las ondas, pobre paloma; que muero, triste pájaro, de una pre¬matura muerte. ¡Que mi padre no vuelva en toda su vida a pescar en este golfo inmenso! ¡que mi madre no vuelva a buscar aquí el agua para amasar su pan!". Todas las gotas de agua que aquí se encuentren serán otras tantas gotas de mi sangre. Todos sus peces serán trozos de mi carne. Todas las ramas dispersas por estas riberas, serán pedazos de mis huesos. Todos los tallos del césped serán hebras de mis cabellos".
Tal fue la triste aventura de la doncella; tal el fin de la hermosa paloma.
¿Y ahora, quien se encargará de llevar la noticia a la ilustre casa de Aino?
La liebre la llevará. Y la liebre se lanzó a la carrera, midiendo el espacio con sus corvas patas, agitando las largas orejas. Así llegó hasta el pabellón de baños, quedando en cuclillas en el umbral. El baño estaba lleno de muchachas, que dijeron a la liebre:
"Ven acá, bestia de los oblicuos pies, que te echare¬mos en la olla".
La liebre respondió valientemente; "Soy portadora de una triste nueva. La doncella cayó al agua; la bella del cinturón de cobre y la banda de plata, ha desapa¬recido; ha descendido al fondo del mar, bajo las olas in¬mensas, para ser allí la hermana de los peces, familiar de los marinos habitantes".
Entonces la madre de Aino comenzó a llorar y la¬mentarse diciendo: "Guardaos, oh pobres madres, guar¬daos en esta vida terrestre de brizar a vuestras hi¬jas, de alimentar a vuestras hijas para unirlas a hom¬bre que no hayan ellas elegido, como yo he hecho con mi hija, con mi paloma querida".
Y la madre siguió llorando. Las lágrimas ruedan de sus claros ojos sobre sus tristes mejillas.
Y de aquellas lágrimas surgieron tres ríos; y de cada río tres cataratas encrespadas como llamas; y en medio de las cataratas, tres islas; y en cada isla, una monta¬ña de oro; y en la cumbre de cada montaña, tres abe¬dules; y en la copa de cada abedul, tres lindos cuclillos.
Y los cuclillos rompieron a cantar.
Decía el primero: "¡Amor, amor!".
Decía el segundo: "¡Desposado, desposado!".
Decía el tercero: "¡Alegría, alegría!".
El que dijo "¡amor, amor!" cantó por espacio de tres meses para la doncella privada de amor, para la que en el fondo del mar reposa.
El que dijo: "¡Desposado, desposado!", cantó por es¬pacio de seis meses para el desposado privado de la novia, para el que queda presa de amarga pena.
El que dijo: "¡Alegría, alegría!", cantó toda la vida para la madre privada de alegría, para aquella que llora sin tregua.
Y la madre de Aino dijo: "Una madre abrumada por el dolor no debe escuchar largo tiempo el canto de cuco. Cuando el cuclillo canta, late el corazón, las lágrimas acuden a los ojos y ruedan por las mejillas, gruesas como guisantes maduros, henchidas como habas de simiente. La vida disminuye una vara, el cuer¬po mengua un palmo, y las entrañas se desgarran, cuando se presta oído al cuco de la primavera".

Ya la noticia resuena a lo lejos, la nueva de la muer¬te de la doncella, la desaparición de la hermosa.
El viejo, el impasible Wainamoinen, fue presa del dolor. Lloró a la doncella todos los atardeceres, la llo¬ró todas las auroras, y las noches casi enteras. Lloró el funesto destino de Aino, su muerte en las ondas húmedas, bajo las olas profundas. Y partió con el corazón en la garganta y los ojos anegados en llanto, hacia las costas del mar azul.
Se dirigió a su barca de pesca; examinó sus anzuelos y sedales. Metió un anzuelo, un garfio de hierro, en su bolsa, y avanzó a fuerza de remos hasta el extremo del nebuloso cabo, de la isla rica en umbrías. Allí lan¬zó su anzuelo al mar, atrayendo y espiando su presa; el hilo de cobre temblaba, silbaba el sedal de plata, zumbaba la liz de oro.
Una mañana, al fin, Wainamoinen sintió que un pez mordía el anzuelo; lo sacó de un tirón y lo arrojó al fondo de la barca. Y examinándolo con atención, dijo: "He aquí el primer pez que yo no conozco. Tal como es, parece un salmón de mar, una pértiga de aguas hondas".
Y desenvainando el cuchillo de mango argentado que pendía de su cintura, se dispuso a cortarlo en tro¬zos para su almuerzo.
Pero he aquí que el hermoso pez se escapa de entre sus manos y salta fuera de la roja barca de Waina¬moinen.
Y a la quinta ráfaga de viento, asomó la cabeza por encima del agua, y habló: "Oh viejo Wainamoinen: no he sido yo hecho para ser cortado en trozos como un salmón y servirte de almuerzo".
El viejo Wainamoinen dijo: "¿Para qué has sido hecho, entonces?".
"Yo estaba destinado a ser tu paloma, a reposar so¬bre tu pecho, a sentarme a tu lado eternamente, a ser la compañera de tu vida. ¡Oh, estúpido Wainamoi¬nen, que no has sabido retener a la húmeda virgen!".
El viejo Wainamoinen, abrumado de pena, bajó la cabeza y dijo: "¡Oh hermana de Joukahainen, ven otra vez a mi lado!".
Pero la doncella no volvió; no volvió ni una sola vez en todos los días de su vida. Desapareció de la superficie marina y se hundió en las entrañas de la roca abigarrada, en las hendiduras de la piedra rojiza como el hígado.
Entonces el viejo Wainamoinen, gacha la cabeza, triste el corazón, y caída la gorra sobre la oreja, dijo: "¡Oh, qué inmensa ha sido mi locura, qué estúpida mi condición de hombre! ¿Dónde están los días en que yo era el dueño de la inteligencia, y tenía el pensa¬miento poderoso y grande el corazón? ¡Ay que ahora, en esta triste vida, en esta miserable edad, mi inteli¬gencia se ha reducido, mi pensamiento ha perdido su vigor; todo lo que en mi alma había de energía y po¬tencia, todo se ha desvanecido!".
Y Wainamoinen comenzó a caminar lentamente, con los ojos llenos de lágrimas y el corazón de suspiros. Llegó a las puertas de su casa y dijo: "Mis cuclillos gozosos cantaban ayer al alba y al ocaso, y hasta en pleno día. La pena ha quebrado su sonora voz; la deses¬peración la ha ahogado. Por eso ya no se les oye can¬tar a la puesta del sol, para endulzarme las horas de la noche y los levantes de la aurora".
"¿Cómo podré ahora soportar la vida, habitar este mundo, caminar a través de sus espacios? Si mi madre viviera aún, ella me inspiraría sin duda lo que debo hacer para que la pena no me destroce, para no su¬cumbir a la desesperación en estos lamentables días, en estas angustias llenas de amargura".
De repente la madre de Wainamoinen se despertó en su tumba, y desde el seno del agua le respondió: "Tu madre vive aún; aquella que te amamantó no ha sido tragada por el sueño de la muerte, y puede de¬cirte lo que debes hacer. Trasládate a las comarcas de Pohjola. Allí es, hijo mío, donde debes buscar una esposa; elige la mejor de las doncellas de Pohjola. Una doncella bella de rostro, sana de cuerpo, de ágiles pies, viva y alerta en todos sus movimientos".

El viejo, el impasible Wainamoinen, resolvió ir a las heladas regiones de la sombría Pohjola. Tomó un ca¬ballo ligero como la paja, esbelto como un tallo de guisante; puso un freno de oro en su boca, una brida de plata en su cuello; después cabalgó sobre sus lo¬mos y se lanzó al espacio.
Entretanto el joven Joukahainen, el cenceño mozo de Laponia, alimentaba en su corazón un odio ardien¬te contra el viejo Wainamoinen, contra el runoya eter¬no. Se fabricó un arco flamígero, asombroso de ver; era de hierro ligado con cobre, guarnecido de oro y plata.
Y Joukahainen talló una gran cantidad de flechas, con astil de encina y triple punta de abeto; ató a ellas el plumón de la golondrina, las alas ligeras del go¬rrión. Después les dio temple mojándolas en la negra baba de la serpiente, en el mordiente veneno de la víbora.
Y cuando las flechas estuvieron dispuestas y presto el arco para ser tendido, Joukahainen se puso a es¬piar el paso de Wainamoinen. Lo esperó al alba y a la tarde y a pleno sol.
Al fin una mañana levantó la mirada hacia el nor¬oeste. Volvió la cabeza del lado del sol, y divisó una mancha negra en el mar, un punto en el azul.
No era una nube de oriente; no era el crepúsculo de la mañana; era el viejo Wainamoinen, el runoya eterno, que llegaba a Pohjola en su corcel ligero co¬mo paja, esbelto como un tallo de guisante. Entonces el joven Joukahainen empuñó su arco de maravilla para matar a Wainamoinen.
Su madre le dijo: "¿Por qué te precipitas así sobre tu arco, tu arco de hierro?".
El joven Joukahainen respondió: "Voy a tirar con¬tra el viejo Wainamoinen. Yo atravesaré con mis fle¬chas el corazón del runoya eterno, su hígado y la carne de su espalda".
Su madre se esforzó en desviar tal propósito: "No tires contra Wainamoinen, el de la alta estirpe. Si ma¬tases a Wainamoinen, la alegría desaparecería repen¬tinamente de la vida, y la canción sería desterrada de este mundo".
Entonces el joven Joukahainen se detuvo un mo¬mento, indeciso y pensativo. Una mano le excitaba a disparar; la otra le retenía; sus nerviosos dedos ar¬dían como brasas. Al fin dijo: "¡Que desaparezcan, así fueran mil veces más hermosas, las horas gozosas de la vida! ¡Que todos los cantos enmudezcan! ¡Nada me importa ya; no dejaré por eso de disparar contra Wainamoinen!".
Y apoyó el arco contra el hombro izquierdo, y soltó la cuerda. La flecha voló demasiado alta; voló sobre la cabeza de Wainamoinen, hasta el cielo, hasta las fuentes de la lluvia, hasta las nubes en remolino.
Joukahainen tiró por segunda vez. La flecha cayó demasiado baja: penetró hasta los profundos de la tierra; y la tierra casi se hundió en sus propias en¬trañas, y las rocas se abrieron.
Joukahainen tiró por tercera vez. La flecha llegó certera: alcanzó en los ijares al hermoso caballo de Wainamoinen, al corcel ligero como paja, esbelto como un tallo de guisante. Le hirió en el anca izquierda y le atravesó la carne.
El viejo Wainamoinen cayó sobre sus dedos en el mar, sobre sus manos en la onda, sobre sus puños en las hirvientes olas.
Y he aquí que una gran tempestad se desencadenó; el héroe fue arrastrado por las impetuosas olas al fondo del vasto abismo.
Entonces el joven Joukahainen gritó orgullosamente: "Oh viejo Wainamoinen, ya no volverás con ojos vivos mientras el mundo dure, mientras la luna ar¬gentada brille, ya no volverás a cabalgar por los bos¬ques de Wainola, por las landas de Kálevala".
Y regresó a su casa. Su madre le preguntó en se¬guida: ''¿Has disparado ya contra Wainamoinen? ¿has matado al hijo de Kálevala?".
El joven Joukahainen respondió: "Sí. El anciano recorre ahora el mar, barriendo olas. Ha caído sobre sus dedos, ha rodado sobre las palmas de sus manos; después se ha vuelto de costado, y ha caído de espal¬das para ser zarandeado en el seno del abismo, arras¬trado por las procelosas aguas".
La madre dijo: "¡Has cometido una perversa acción, oh miserable, tirando contra Wainamoinen, matando al más grande de los héroes, al más hermoso de los hombres de Kálevala!".

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