SIR GAWAIN Y EL CABALLERO VERDE

SIR GAWAIN Y EL CABALLERO VERDE - ANÓNIMO-


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PROYECTO AVALON

P R Ó L O G O


Una manera de acercarse a la literatura del pasado es, lisa y llanamente, conocerla. Para ello sólo se necesita curiosidad y una biblioteca nutrida y poco atenta a los vaivenes de la moda.

Otra manera de cercar la fortaleza de lo pretérito y, al cabo, conquistarla es quizá menos exquisita que la anterior, pero igualmente enriquecedora: se trata de acudir a los mejores escritores contemporáneos y extraer conclusiones de sus lecturas.

La única conclusión posible que depara una historia o un poema es otra historia u otro poema. Si el autor elegido se llama, por ejemplo, Jorge Luis Borges, los poemas o historias suscitados serán, obligatoriamente, bellos, satisfactorios y divertidos. Resulta aleccionador descubrir la epopeya de Gilgamés entre las páginas de un ensayo borgiano, aunque el contacto posterior con la cosa—en—sí constituye —está claro el hecho auténticamente importante.

He mencionado a Borges y la gesta de Gilgamés. En el caso de Sir Gawain y el Caballero Verde hay que hablar, ineludiblemente, de J. R. R. Tolkien. Para muchos lectores de habla inglesa reacios a perderse en la intrincada selva trazada por los eruditos, el poema de Sir Gawain and the Green Knight existe porque a Tolkien, un estudioso oxoniense de reconocida solvencia corno medievalista, se le ocurrió, además de combatir diariamente con fascinantes manuscritos y tediosos colegas, inventarse una historia maravillosa, probablemente la invención fantástica más coherente, hermosa y perfecta del siglo xx. Me refiero a The Lord of the Rings. Pues bien, fue el propio Tolkien, en colaboración con E. V. Gordon, quien publicó la edición canónica de Sir Gawain (Oxford, 1952), y ha sido su hijo Christopher quien ha editado póstumamente (Londres, 1975) la espléndida versión que del poema (junto con Pearl y Sir Orfeo) dejara impublicada su padre al morir en 1973.

Estoy seguro de que estos datos ya predisponen a más de un lector en favor o en contra del texto medieval que anuncia este prólogo. Con escritores como Tolkien o Borges no es posible permanecer indiferentes. Y, guste o no a los especialistas, Sir Gawain and the Green Knight está siendo leído, fundamentalmente, en todo el mundo por su relación con el creador de los hobbits, no por sí mismo. Otra cosa es que sus méritos propios sean —que lo son— relevantes. Pero los éxitos populares resultan siempre incomprensibles cuando la calidad los justifica, y Tolkien —con Cervantes, Shakespeare, Homero— es uno de esos casos raros.

Hasta 1377 sólo reinan Eduardos en Inglaterra. Ricardo II completaría el siglo XIV. Un siglo que contempla la aparición de una nueva clase social con gran empuje y fuerza: la burguesía. Un período en que la Muerte Negra devasta Europa. El siglo de Juan Ruiz en España, de Froissart en Francia, de Petrarca y Boccaccio en Italia. El tiempo en que Juan de Ruysbroeck exalta con pasión el amor en Cristo y la dulcedo Dei. La época en que mueren meister Eckhart y Guillermo de Ockham. El mundo en que aparecen los Flagelantes y menudean las revueltas sociales.

Comenzada ya la contienda que enfrentará a Francia e Inglaterra por espacio de un siglo, los artesanos de París, con Étienne Marcel a la cabeza, se sublevan contra sus amos. Los Jacques, campesinos de Normandía, Champaña y Picardía, recorren en partidas el norte del país, asaltando e incendiando castillos, destruyendo los campos. En Flandes, Felipe van Artevelde capitanea un grupo de desheredados contra la autoridad de su conde. Un motín popular agita Florencia, dirigido por el cardador de lana Michele di Lando. En Roma, un tribuno de origen humilde, Cola di Rienzo, se hace con el poder e instaura una fugaz república. En Cataluña, los payeses se alzan contra los tristemente célebres malos usos. En Inglaterra, John Ball y Wat Tyler protagonizan sendas rebeliones contra el orden establecido (Ball, sacerdote y capitán de los insurrectos, decapitado el 30 de noviembre de 1381, había dicho antes de morir: "Mis queridos hermanos, las cosas no marcharán bien en Inglaterra hasta que todo sea común, hasta que no haya señor ni vasallo; hasta que no haya ningún amo, ni los señores ni vosotros") y John Wyclif inicia la Reforma casi doscientos años antes que Lutero.

Eduardo de Woodstock, llamado "el Príncipe Negro", acompaña a su padre Eduardo III de Inglaterra —el mismo que fundó la orden de la jarretera y el bicameralismo inglés en la jornada victoriosa de Crécy, donde el ejército francés de Felipe IV sería aniquilado. Más tarde, con sus famosas Compañías Blancas, devolvería el trono de Castilla a Pedro I el Cruel. Es el Príncipe Negro, y su alter ego y antagonista, Beltrán Du Guesclin, un espléndido símbolo del siglo que les tocó vivir. Lujo, color, brutalidad, banquetes fastuosos, torneos y batallas desmedidas, luchas sociales, guerras de familia, fiestas galantes y cabalgadas implacables por tierras enemigas: todo en un plano al mismo tiempo "enorme y delicado", como calificara Paul Verlaine al Medievo.

De los muchos manuscritos reunidos en el siglo XVII por Sir Roben Cotton, entre los que se encontraban el códice de Beowulf y los dos textos del Brut de Layamon, hay un modesto tomo en cuarto conocido como Nero A X. Comprado en Yorkshire, se salvó de un incendio en 1731, antes de pasar a los fondos de la British Library, donde continúa actualmente. El tal manuscrito está formado por cuatro poemas aliterativos escritos en letra del último tercio del siglo XIV. Acompañando al texto hay doce ilustraciones de factura muy elemental que se refieren a episodios de algunos de los poemas. Ninguno de los textos lleva título, pero han sido llamados, siguiendo el orden en que están recogidos en el códice: Pearl, Purity (o Cleanness), Patience y Sir Gawain and the Green Knight.

De Pearl también tenemos una versión moderna de Tolkien; es un poema acerca de un sueño alegórico, con un trasfondo teológico evidente y de gran calidad estética. Purity y Patience son paráfrasis bíblicas.

Parece indudable que Pearl, Purity y Patience son obras de una sola mano. Sir Gawain es distinto. Hay quien duda en atribuirle el mismo origen, pero son muchas las semejanzas estilísticas entre las cuatro piezas.

En el siglo XIV, la aliteración resucita en las letras inglesas. Se llega incluso a utilizar en un poema como Vision concerning Piers the Plowman, cuyo contenido de crítica social refleja de un modo tan claro la época en que fue compuesto. Sir Gawain consta de más de 2500 versos agrupados en una curiosa forma irregular de estrofa formada por un número incierto de ellos (entre 16 y 20), en su mayor parte sin rimar y sin metro, pero regularmente aliterados. El esquema parece revelar que los que volvieron a poner de moda la aliteración se daban cuenta de que no podían supeditarse a ella con exclusividad, sino que precisaban también de metro y rima, aunque fuese en pequeña proporción y con no demasiada frecuencia. De ser un elemento "sustentante" en poesía, la aliteración se va convirtiendo en elemento "decorativo", hasta llegar al simple y precioso artificio que constituye, por ejemplo, un verso de Gray (weave the warp and weave the woof, "urde la urdimbre y teje la trama"), en pleno siglo XVIII.

El dialecto empleado por el autor de Sir Gawain es el de las tierras del interior del noroeste de Inglaterra, un lenguaje remoto y difícil de entender por los habitantes de Londres, cuya norma lingüística prevalecería después, vía Chaucer.

Sir Gawain and the Green Knight es, sin duda, el mejor texto artúrico inglés. Aunque ejemplifica las virtudes caballerescas del valor y la lealtad, no es sólo un relato al servicio de una moral, sino un relato en sí, como las obras de Chrétien de Troyes: fresca y bellísima literatura.

Los dos temas básicos de la obra se encuentran por separado en fuentes francesas o célticas, pero los encontramos combinados por vez primera en el poema inglés (pudo haber una fuente francesa, hoy perdida, que combinara ya el juego degollatorio con la tentación de la dama). El asunto está admirablemente bien montado. Un elemento sobrenatural, procedente de las versiones artúricas francesas y también del sustrato céltico, tan sumamente activo en Inglaterra, y un elemento naturalista, derivado de la atenta observación de la realidad y de una imagen miniaturista de la vida, se funden en Sir Gawain íntimamente, convirtiendo el poema en un magnífico ejemplo de realismo fantástico avant la lettre.

Movimiento, color, viveza en los detalles: son las características esenciales del autor de Gawain, que demuestra un ingenio y agudeza poco comunes, además de un finísimo sentido del humor.

Los diversos episodios parecen tapices o láminas de un libro de horas. Pero si nos ceñimos, por ejemplo, a la descripción de las estaciones, hallamos que no es, como en el mundo de los manuscritos mimados, un haz de topoi visuales, ni tampoco es un simple ejercicio literario. El autor vive el paso del tiempo desde dentro, desde el alma y desde los ojos, desde la experiencia y el corazón. No son, por tanto, sólo palabras, sino hechos reales y profundos, los "carámbanos de hielo sobre las rocas", las "henchidas corrientes" y las "delgadas fibras de la niebla sobre las colinas" (el invierno es, sin duda, la estación favorita del poeta, y no sólo porque la acción tenga lugar en esa época del año).

Lo mismo ocurre con las escenas de caza. El autor ha vivido lo que cuenta. No utiliza cuaderno de notas. Todo tiene el calor y la vida de la experiencia y la complicidad. Los paisajes, la atmósfera, los sonidos. Todo se inscribe en el relato con una enorme libertad que racionaliza el prodigio y da un rostro a la maravilla.

Y qué habilidad en los diálogos, sobre todo en los de Gawain y la señora del castillo, modelo de soltura y naturalidad dentro de una estética dominada aún por las teorías del amor cortés desarrolladas, dos siglos atrás, por Andrés el Capellán en sus De amore libri tres. Qué habilidad en el desarrollo simultáneo de las acciones (caza /conversación en el castillo), parangonable a la de Homero en la Odisea. El autor de Gawain es un auténtico gigante de la literatura universal.

¿Y Gawain, su protagonista? Aparece en la saga artúrica por vez primera en la Historia Regum Britanniae, de Geoffrey de Monmouth, donde es llamado Walwanius, y en la historia de Guillermo de Malmesbury (ca. 1120), donde hay una referencia al descubrimiento de su tumba en Walwyn's Castle, en Pembrokeshire. Se parece al Gwalchmai de la leyenda céltica y al Cuchulainn de la épica irlandesa. Como este último, posee características solares, tal como el incremento de sus fuerzas a medida que el sol va acercándose al mediodía, y su declive a partir de entonces. Geoffrey lo hace sobrino del rey Arturo. Héroe folklórico por excelencia, es figura central de historias célticas muy antiguas, y poco a poco se convierte en un personaje artificial y literario.

En Sir Gawain and the Green Knight, el sobrino de Arturo es ya un caballero cortés, paradigma de perfecciones. Es también el servidor de Nuestra Señora, cuyo emblema lleva en su escudo, en el pentáculo que simboliza los Cinco Gozos de María y las Cinco Llagas de Cristo.

Y el poema no es otra cosa, en mi opinión, que la ordalía de Gawain, su juicio divino. Se purificará en valor y lealtad a lo largo de su aventura. La dama del castillo lo hará rico en templanza. Y al final, de regreso en la corte de Arturo, habrá vencido todos los riesgos, incluso el riesgo de extraviarse en el futuro. Al fin y al cabo, el Caballero Verde no ha sido más que una disculpa para volver a casa renovado.

LUIS ALBERTO DE CUENCA

Madrid, 21 de junio de 1982


I

1.
Cuando terminó el asedio y asalto de Troya, y sus desmoronadas murallas quedaron reducidas a ascuas y cenizas, el traidor que tramó la estratagema fue juzgado por su traición, la más probada de la tierra.


Después, el noble Eneas y su orgullosa estirpe sometieron extensos territorios, convirtiéndose en los dueños de casi todas las riquezas de las Islas Occidentales. El gran Rómulo se dirigió a Roma; allí fundó la ciudad con gran pompa y esplendor, y le dio su propio nombre, que aún hoy ostenta; Ticio marchó a Toscana, donde levantó pueblos; Longobardo erigió castillos en Lombardía; y más allá de las aguas francesas, Félix Bruto creó Britania sobre anchas y numerosas colinas, llena de hermosura y de gracia, en la que fueron constantes las guerras, las luchas, los prodigios, y la dicha y el dolor se sucedieron sin cesar [1].

2.

Y una vez fundada Britania por tan valeroso señor, dio ésta hombres esforzados y amantes de la lucha que promovieron múltiples acciones turbulentas en su tiempo. En ella acontecieron muchos más prodigios, que yo sepa, que en ningún otro lugar, desde los tiempos antiguos. Y de todos los reyes que gobernaron Britania, Arturo[2] fue el más noble, según he oído decir. Por tanto, quiero rememorar aquí cierta maravilla que algunos presenciaron, y una de las más admirables aventuras que se cuentan entre los prodigios de Arturo. Si prestáis atención un momento a este lai[3], os lo contaré tal como lo he oído yo en la ciudad, y ha sido escrito en forma de historia atrevida y valerosa, y durante tanto tiempo conservado con letra segura.

3.

Pasaba este rey en Camelot los días de Navidad, en compañía de numerosos y buenos señores, vasallos muy nobles y miembros todos de la Tabla Redonda, entre espléndidas fiestas y despreocupada alegría. Allí celebraban torneos y justas los gallardos caballeros, y acudían después a la corte a participar en los bailes y canciones de Navidad. Pues la fiesta duraba quince días enteros sin que languideciese, y durante ese tiempo se gozaba de cuantos platos y placeres era capaz de idear el hombre; y era glorioso oír aquel júbilo y alegría, tantos clamores de voces durante el día, y tantos bailes por la noche. Las damas y los señores disfrutaban de una dicha infinita en las salas y aposentos, según apetecían. Juntos, los caballeros más famosos después de Cristo, las damas más hermosas de cuantas existieron, y él, el más encantador de los reyes, dueño de aquella corte, participaban de toda la felicidad de este mundo. Pues toda aquella gente hermosa estaba en la flor de la edad, y era la más afamada bajo el cielo; y su rey, el más orgulloso; a tal punto, que sería difícil nombrar una hueste más probada.

4.

Aquel día, primero de Año Nuevo, cuando llegó el rey con sus caballeros, concluidos los cánticos del coro en la capilla, se sirvió doblemente a los comensales del estrado. Clérigos y laicos anunciaron con gran clamor la Navidad, nombrándola muchas veces. Luego acudieron los nobles con presentes de Año Nuevo, anunciando aguinaldos, y distribuyéndolos en festiva competencia y debate. Las damas reían dichosas aunque salieran perdedoras, en tanto que el que ganaba, como es de imaginar, no se sentía precisamente el más desventurado. Tales diversiones tenían lugar hasta el momento de servirse los manjares; entonces se lavaban y pasaban a ocupar los asientos según su dignidad, los más altos de los cuales estaban siempre reservados a los más nobles. La alegre Ginebra ocupaba el centro del estrado suntuoso, adornado a ambos lados con costosas colgaduras de espléndida seda, y por encima de su cabeza un dosel de ricos tejidos de Toulouse y tapices de Tharsia, bordados y orillados con las más brillantes gemas que el dinero haya podido comprar. Era esta reina una hermosísima mujer de ojos grises; ningún hombre habría podido decir en verdad que hubiese visto otra más bella.

5.

Pero Arturo no comía en tanto no fuesen servidos todos. Era muy alegre, y su ánimo tenía algo de infantil. Amante de la vida animada, no gustaba de permanecer mucho tiempo inactivo, de modo que le dominaban su sangre joven y su talante antojadizo. Y una nueva ocurrencia vino a inquietarle

en esta sazón, y anunció que no probaría ningún manjar de aquel grandioso festín, mientras no le contasen alguna historia extraña, alguna proeza inusitada o emocionante maravilla que él pudiese creer, alguna nueva aventura sobre la caballería o la nobleza, o bien hasta que alguien pidiese a algún caballero que se enfrentase con él en una justa, exponiendo vida contra vida, y dejando cada uno que la suerte se inclinase del lado del otro si así le quería favorecer. Tal era la costumbre del rey, cada vez que reunía a su corte en torno a estos famosos banquetes, juntamente con sus leales, y así lo manifestó. poniéndose de pie, cuan alto era, y joven como el mismo año que empezaba.

6.

Y de este modo estaba el poderoso rey, de pie ante la más alta mesa, departiendo amigablemente. El buen Gawain se había sentado junto a la reina Ginebra, la cual tenía a Agravain à la Dure Main [4] al otro lado, hijos los dos de la hermana del rey, y muy leales caballeros. El obispo Baldwin tenía el privilegio de encabezar la mesa, y junto a él comía Iwain[5], hijo de Urien. Todos ellos estaban en el estrado, donde eran servidos con la dignidad debida, en tanto que muchos poderosos señores se acomodaban abajo, ante largas mesas. Y llegó el primer plato al resonar de las trompetas, de las que pendían espléndidos blasones, se oyó el estrépito de los tambores y los sones agudos y vibrantes de las flautas, y muchos corazones se enardecieron al oírlos. Se sirvieron a continuación platos delicados y exquisitos y carnes tiernas en tantas fuentes que apenas había espacio delante de las gentes para colocar la vajilla de plata repleta de manjares. Cada individuo se servía a su gusto sin reparo; había doce platos para cada dos invitados, buena cerveza y espléndido vino.

7.

No hablaré más de sus comidas, pues como todos pueden imaginar, allí nada faltaba. Y entonces, de repente, se oyó un ruido enteramente nuevo, quizá para que al fin el soberano pudiera sentarse a comer. Pues apenas hacía un instante que el toque de trompetas había cesado, y había sido servido el primer plato en la corte tal como era costumbre, cuando irrumpió por la puerta un caballero de aspecto impresionante, el más tremendo del mundo en estatura; tan sólido y ancho desde el cuello hasta los muslos, y tan grandes sus costados y piernas, que si no era un gigante, sí declaro al menos que podía tenérsele por el hombre más corpulento sobre la faz de la tierra. Sin embargo, a pesar de su estatura, parecía el más atractivo y apuesto de cuantos montaban a caballo; porque si bien su pecho y su espalda eran de una anchura terrible, su cintura y caderas eran correctamente delgadas, y perfectamente proporcionados todos los rasgos de su persona, según podía verse. Los hombres se quedaron boquiabiertos de estupor ante el aspecto de su atuendo y su semblante: parecía un ser sobrenatural y terrible, cubierto todo de un verde resplandeciente.

8.

Todo en aquel desconocido era del más puro verde: el brial ajustado y ceñido en la cintura; su rica capa, sobre el brial, forrada de finísima piel, con la caperuza retirada y echada sobre los hombros; calzas elegantes del mismo color, ajustadas hasta arriba y cogidas en la pantorrilla, con tintineantes

espuelas de brillante oro debajo, sujetas sobre bandas de seda bordada; pero los pies del jinete estaban desnudos de toda armadura. En verdad, sus vestidos eran de vivo verde, así como los tachones de su cinto y las piedras ricamente dispuestas en sus hermosísimos atavíos y en la silla, sobre gualdrapas de seda. Sería tedioso enumerar una décima parte de los detalles bordados y repujados que llevaba, pájaros y mariposas de llamativos matices de verde adornados con hilo de oro. La gualdrapa delantera del caballo, su grupa arrogante, los clavos y botones de la brida, así como los estribos donde apoyaba los pies, eran todos del mismo color; y lo mismo el arzón resplandeciente y centelleante de preciosas piedras verdes. En cuanto al corcel, era en todo semejante al jinete que lo montaba: verde, tremendo, fogoso, brusco... ¡un corcel digno de su dueño!


[1] De acuerdo con las nociones medievales de la Historia, Eneas de Troya y sus descendientes conquistaron y bautizaron diversos reinos, y Félix Bruto, después de cruzar el canal de la Mancha, "las aguas francesas", funda Britania. El traidor al que se refiere la segunda línea es, según I. Gollancz, Antenor, que en la Eneida es un leal consejero, pero aparece como un traidor en los escritos pseudoclásicos de las versiones posteriores de la historia de Troya. Este marco histórico se basa en un conjunto de leyendas y temas memorables de la literatura que recogieron y desarrollaron, no sin talento, Nennio (s. IX) y Geoffrey de Monmouth (s. XII). En el fondo no hacían sino cumplir el modelo de la Historia que se tenía en el Medievo, en el cual al estudiar el pasado no se pretendía hacer acopio exhaustivo de datos, sino más bien ensalzar las virtudes en aventuras y hechos de armas, ya fueran reales o imaginarios, para dar "ejemplos" al porvenir. Desde este punto de vista, digamos didáctico, el relato y la crónica no se solían diferenciar. Además, ninguna "filosofía de la historia" tenía lugar en un mundo gobernado por Fortuna, de cuyo aciago devenir sólo podía salvar la Providencia.

[2] Arturo: debemos a Geoffrey de Monmouth por su Historia Regum Britanniae la incursión de Arturo en la historia de los reyes de Inglaterra y, en parte, la gran propagación de su aureola mítica. Por lo demás, los escasos documentos históricos sobre un posible rey Arturo en la antigüedad tienen poco valor documental. Este famoso rey parece ser un legado legendario del mundo celta, transmitido por la tradición oral y el folklore, cuyos temas evolucionarían en la literatura a partir del siglo XII, tomando forma en las costumbres y en la imaginación de la época. En los romans, Arturo es rey de Bretaña, hijo de Uterpendragón y de Ygerne. Está casado con la reina Ginebra, la dama más bella del reino, y tiene dos hermanas, Morgana y Anna o Enna, con la que se acostará sin conocer su sangre, y de la que tendrá un hijo incestuoso, Mordrez (Mordret), que le traicionará nombrándose rey en ausencia de Arturo y queriéndose casar con Ginebra. Arturo librará con él la trágica batalla de Salebieres (Salisbury), donde perecerán todos los caballeros de la Tabla Redonda. Herido de muerte por su hijo, el rey Arturo es recogido en una barca por Morgana y sus doncellas, que le llevarán a la isla de Avalón para curarle sus heridas. De su misterioso viaje final se divulgaron numerosas leyendas que grabaron en la memoria de los pueblos la esperanza de que algún día volvería para reinar. Esta creencia tardó mucho en eclipsarse, haciendo de Arturo un avatar emanado de las fuentes del Mito. En lo que se refiere a Sir Gawain, Arturo aparece, en cambio, joven y jovial en Camelot, que, más que ser el albergue de los más preciados caballeros errantes de la Cristiandad, es una corte en fiesta que hospeda los lujos y deleites del mundo refinado e invernal de la Edad Media.

[3] Los lais en su origen eran cantos compuestos por bardos bretones que recogieron las leyendas y tradiciones orales difundidas en Bretaña. A partir del siglo XII es una forma poética y musical cultivada por trovadores y trouvères. Para María de Francia rememoraba una aventura de un pasado remoto, y por lo tanto prestigioso. Solía cantarse acompañado de algún instrumento ante una audiencia. El tono de Sir Gawain es el de un poema para ser recitado a la antigua usanza, pero es muy improbable que se hubiera declamado por los castillos de Inglaterra. Es un anacronismo más del refinamiento tardío, como la moda de resucitar el verso aliterativo a finales del siglo XIV (véase María de Francia, Lais, prol. y trad. de Luis Alberto de Cuenca, Madrid, Editora Nacional, 1975).

[4] Agravain á la Dure Main: hermano de Gawain, hijo del rey Lot y de Anna, la hermana de Arturo.

[5] Iwain: hijo de Urien y de Morgana. Es uno de los más destacados caballeros de la Tabla Redonda. Chrétien de Troyes le dedicó una de sus obras más importantes: Ivain, o el Caballero del León. Una historia maravillosa que nos cuenta cómo un joven caballero fue en demanda de la fuente de la vida y cómo la conquistó y ganó a la Dama de la Fuente y la perdió otra vez, pero luego, tras mucha locura y desdicha, pruebas y triunfos, la volvió a descubrir convirtiéndose en señor de la fuente.

10.

Sin embargo, no vestía cota, ni yelmo, ni peto, ni pieza alguna de armadura, ni escudo y lanza con que parar y atacar, sino que traía en una mano un ramo de acebo, planta que ostenta el verde más intenso cuando los árboles se ven pelados y sin hojas, y en la otra, una hacha enorme y monstruosa, arma despiadada para quien tuviese que describirla: tenía su hoja una ana de largo, y su punta era de verde oro batido y acero; bruñida y de ancho filo, era tan afilada como una navaja barbera. El feroz desconocido la tenía cogida por su sólido mango forrado de hierro y con preciosos adornos grabados en verde. Enroscándose en ella, la recorría de un extremo al otro una cinta con abundantes y costosas borlas y adornos de reluciente verde ricamente bordados. Así entró el desconocido en el salón, sin bajar del caballo, y se dirigió al estrado sin temor a ningún peligro. A nadie dirigió saludo alguno, sino que miró a todos fieramente. Y sus primeras palabras fueron:

—¿Dónde está el que manda en esta asamblea? Deseo vivamente conocerlo, y tener con él unas palabras.

Y fue pasando su mirada de un cortesano a otro, al tiempo que hacía girar y encabritarse su montura; luego, se detuvo a escrutar quién podía ser.

11.

Los presentes se quedaron inmóviles, con los ojos clavados en el desconocido; los hombres se preguntaban maravillados qué podía significar el que un jinete y su caballo fueran tan verdes como la yerba, y más brillantes que el esmalte sobre el oro. Los que estaban de pie le examinaron y se acercaron precavidamente, preguntándose qué haría. Pues habían visto visiones asombrosas, pero ninguna como ésta; y le tuvieron por un fantasma surgido del reino de las hadas. De tal modo, que ni siquiera los más valientes caballeros se atrevieron a responder, permaneciendo petrificados en sus asientos, aterrados por su voz sobrecogedora. En toda la grandiosa estancia se había hecho de repente un impresionante silencio, como si el sueño se hubiese adueñado de todos, y hubiesen perdido la voz; pero supongo que no todos callaban por temor: algunos guardaban un silencio deferente, a fin de que fuera el rey quien hablase al desconocido invitado.

12.

Así, pues, se quedó Arturo mirando a aquel prodigio que tenía delante del estrado; y dado que no era ningún cobarde, le dirigió este saludo:

—¡Señor caballero, sé bienvenido a esta reunión! Yo soy el señor de esta corte; Arturo es mi nombre, y ruego te dignes desmontar y quedarte entre nosotros; después tendrás tiempo de exponer el objeto que te trae.

—No; bien sabe el que está sentado en las alturas —dijo el caballero— que no es mi propósito demorarme en este lugar. Sin embargo, tu fama, señor, es muy grande, y tu castillo y tus caballeros son considerados los mejores, los más fuertes de cuantos cabalgaron armados, los más esforzados y dignos del mundo, y los más valientes compitiendo en nobles juegos[1]; y dado que hasta mí ha llegado que hacéis gala de las virtudes de la caballería, esto es lo que me trae aquí. Por este ramo puedes ver que vengo en son de paz y que no busco peligro. Si me moviesen ideas de lucha, traería la cota y el yelmo, mi escudo, mi lanza brillante y afilada, y otras armas que esgrimir; pero dado que no ansío combatir, mis ropas son suaves. No obstante, si eres tan valeroso como todos dicen, con gusto me concederás el reto que pido por derecho.

Aquí contestó Arturo, y dijo:

—Señor, noble caballero: si lo que deseas es luchar despojado de toda armadura, no quedarás decepcionado.

13.

—No; no es luchar lo que deseo; te doy mi palabra. En todos esos bancos no veo sentados sino jóvenes imberbes. Si yo viniese montado en un gran corcel y cubierto de armas, ninguno de entre vosotros podría medirse conmigo...; vuestra fuerza es muy poca. Vengo, pues, a esta corte a reclamar un juego de Navidad, ya que estamos en Pascua y Año Nuevo, y tanto abundan aquí los hombres jóvenes. Si hay alguno en esta corte que se tenga por espíritu audaz, y de sangre y alma fogosa, y que se atreva a descargar un golpe a cambio de otro, le daré como presente esta hacha costosa; esta hacha, bastante pesada, para que él la utilice a su gusto. Yo esperaré el primer golpe, tan desarmado como voy montado aquí. Si hay algún hombre tan fiero que quiera probar lo que aquí propongo, que venga a mí sin más demora y se haga cargo de esta arma; se la entrego para siempre. Entre tanto, yo aguardaré impasible su golpe, a pie firme, en el mismo suelo, con tal que pueda yo asestarle otro sin reparo. Sin embargo, le concederé el plazo de un año y un día. ¡Así que venga pronto ahora, quienquiera que se atreva a responder!

14.

Si pasmados los había dejado al principio, más callados aún se quedaron cuantos había en la gran sala, desde los más poderosos a los menos. El jinete se volvió sobre la silla, y sus ojos rojos y feroces abarcaron a todos los presentes, arqueando sus erizadas y verdes cejas, y moviendo la barba al girar para ver quién se levantaba. Como nadie dijese una palabra, se aclaró la garganta, se irguió orgullosamente, y exclamó:

—¿Cómo, es ésta la corte de Arturo —dijo—, cuya fama tanto se ha extendido por todos los reinos del mundo? ¿Dónde están ahora vuestra arrogancia, vuestras proezas, vuestras victorias y valor, y el arrojo del que os jactáis? La alegría y la fama de la Tabla Redonda han sido sofocadas, ahora, por la palabra de un hombre; ¡veo que todos se encogen y tiemblan, antes de haber sentido el golpe!

Dicho esto, soltó una carcajada tan ruidosa que el rey se sintió vejado, y su hermoso semblante enrojeció de vergüenza. Rugió como un vendaval, a la vez que sus leales. Y el rey, que no se arredraba ante nada,— se fue derecho al caballero.

15.

Y dijo el rey:

—Señor, lo que pides es locura; pero, puesto que tan obstinadamente lo buscas, bien mereces encontrarlo. Ninguno de los aquí reunidos se siente amedrentado ante tus clamorosas palabras. Dame, pues, esa hacha, en nombre del cielo, que yo te impartiré la merced que has venido a pedir.

Saltó velozmente hacia él, le quitó el arma de la mano, y el desconocido caballero saltó al suelo con fiero gesto. Arturo cogió entonces el hacha por el mango, y empezó a esgrimirla sombríamente calculando el golpe. El poderoso desconocido se quedó plantado ante él, con su enorme estatura; le sacaba una cabeza o más a todos los presentes. Se acarició la barba con expresión ceñuda y se retiró el brial con gesto impasible, menos inmutado por los amagos amenazadores del rey que si uno de los invitados le hubiese servido una copa de vino. Entonces Gawain, que estaba sentado junto a la reina Ginebra, se inclinó ante el rey, y dijo:

—Os ruego, señor, delante de todos los aquí presentes, que deleguéis en mí este reto.

16.

—Dadme licencia, mi noble señor —dijo Gawain al rey—, para abandonar mi asiento y acercarme a vos, a fin de que pueda dejar la mesa sin caer en gran descortesía, y si ello no causa desagrado a mi señora la reina. Deseo aconsejaron delante de estos leales cortesanos. Pues me parece impropio, de acuerdo con las normas, que vos aceptéis tan altivo desafío, aunque es cierto que lo hacéis de buen grado, cuando en los bancos de vuestro alrededor hay tantos esforzados caballeros; y aquí sostengo que no hay otros bajo el cielo más animosos y valientes en el capo de batalla. Yo soy el más débil, lo sé; y el menos asistido de sabiduría. En cuanto a mi vida, si la pierdo, será la menos lamentada. Mi único honor está en teneros por tío, y ningún mérito hay en toda mi persona salvo vuestra sangre. Y puesto que este lance es demasiado insensato para que recaiga en vos, y soy yo el primero en solicitarlo, os ruego que me lo concedáis a mí; pero si juzgáis que mi petición no es justa y correcta, dejad que opine esta corte.

Los caballeros consultaron entre sí, en voz baja, y todos fueron de un mismo parecer: que el rey coronado debía abstenerse, y dejar el desafío a Gawain.

17.

Entonces el rey ordenó al caballero que se levantase al punto. Se puso en pie éste, se acercó, hincó una rodilla ante su señor, y le cogió el arma; y el rey, al entregársela, alzó la mano y le bendijo, instándole graciosamente a que conservase fuertes la mano y el corazón.

—Procura, sobrino —dijo el rey—, asestar el golpe de una vez; que si das con acierto, tengo por seguro que no te vendrá peligro alguno del golpe que él te devuelva.

Cogiendo la enorme hacha, Gawain se dirigió al desconocido que aguardaba a pie firme sin muestra alguna de temor. Y entonces dijo a sir Gawain el caballero de verde:

—Sellemos ahora nuestro pacto, antes de proseguir. Quiero saber tu nombre; dímelo, a fin de poder fiar en tu palabra.

—Sabe de buena fe —dijo el noble caballero—, que me llamo Gawain, y como tal te asestaré este golpe, ocurra lo que ocurra después; que en el plazo de doce meses me tendrás a tu merced, a fin de que puedas devolvérmelo con el arma que prefieras, y que no te enfrentarás con nadie más que conmigo.

El otro contestó:

—Me doy por más que satisfecho. Ahora, sir Gawain, a ti corresponde descargar el golpe primero.

18.

—Por mi fe —dijo el Caballero Verde—, sir Gawain, que me alegra recibir de tu mano el favor que busco. Puntualmente y sin desmayo has repetido y expuesto el pacto que acabo de pedir al rey; pero tienes que asegurarme, por tu honor, que irás a buscarme a aquella parte del mundo, próxima o remota, donde creas que me encuentro, para darte yo el mismo pago que ahora recibo de ti en presencia de todos estos caballeros.

—¿Cómo podré encontrarte? ¿Dónde hallaré tu morada? —dijo sir Gawain—; en el nombre del Dios que me creó, caballero, que ignoro cuál es tu nombre y tu corte. Pero indícame el camino y dime cómo te llamas, que yo pondré todo mi empeño en encontrarte; ¡por mi honor te duro que lo haré!

—Eso es suficiente para Año Nuevo; ¡no hace falta nada más! —dijo el corpulento hombre de verde al cortés Gawain—. En verdad, cuando haya recibido el golpe que tu diestra. mano me ha de dar, al punto te informaré de mi corte y mi tierra y mi nombre. Entonces, cumpliendo este pacto, podrás preguntar y buscarme; pero si no obtuvieras de mí una sola palabra, podrás vivir en paz y sin preocuparte de más pruebas. Empuña ahora con firmeza esa arma terrible. Veamos hoy tu modo de emplearla.

—En verdad que me place, señor —dijo Gawain, acariciando el acero del hacha.

19.

De pie, el Caballero Verde se preparó, inclinando levemente la cabeza y dejando al aire la carne; levantó sus largos, hermosos cabellos por encima de la coronilla, y mostró, el cuello desnudo tal como se requería. Cogió el hacha Gawain, la levantó, avanzó el pie izquierdo, y descargó la afilada hoja que segó el hueso, se hundió en la carne, la seccionó en dos, y su centelleante acero fue a clavarse en el suelo. Saltó del cuello la hermosa cabeza, rodó por tierra, y las gentes la rechazaron con el pie; la sangre brotó del cuerpo a borbotones, brillante sobre el verde. Sin embargo, el feroz desconocido ni cayó ni vaciló, sino que avanzó con firmeza, seguro sobre sus piernas; se abrió paso entre las filas de los nobles, agarró la espléndida cabeza y la sostuvo en alto. Luego se dirigió rápidamente a su caballo, cogió la brida, metió un pie en el estribo, y montó sin dejar de sujetar la cabeza por el pelo. Se acomodó en la silla como si nada le hubiese ocurrido, aunque estaba sin cabeza. Giró entonces el tronco aquel horrible cuerpo sangrante, y profirió unas palabras que llenaron a muchos de terror.

20.

Su mano sostenía en alto la cabeza, con la cara dirigida hacia los más leales del estrado. Alzó ésta los párpados, y con ojos centelleantes los miró a todos de forma amenazadora. Y su boca pronunció estas palabras:

—Prepárate, Gawain, a cumplir lo prometido; búscame fielmente hasta encontrarme, mi buen señor, tal como aquí has jurado, en presencia de estos caballeros. Ve a la Capilla Verde, y no dudes que allí recibirás un golpe como éste. Porque en justicia lo has ganado el día de Año Nuevo. Como el Caballero de la Capilla Verde soy conocido por muchos; búscame, pues, y como tal me encontrarás. No dejes de hacerlo; ¡de lo contrario, pasarás por un cobarde!

Con esto, giró salvajemente dando un tirón de las riendas, y salió velozmente por la puerta de la gran sala con la cabeza en la mano, arrancando chispas de las piedras los cascos de su montura, sin que ninguno de los presentes supiera en qué dirección, ni pudiera explicar de qué país procedía. Entre tanto, el rey y sir Gawain reían a costa del Caballero Verde. Pero todos tuvieron el hecho por algo prodigioso.

21.

Aunque el noble rey Arturo se sentía maravillado, no dejó que su semblante revelara signo alguno, sino que dijo en voz alta a la atractiva reina, con palabras corteses:

—No os alarméis hoy, mi querida señora; tales artes son muy propias de las Navidades, como las representaciones de misterios, los cantos, las risas y las danzas con que damas y señores se solazan. Pero ahora ya puedo ponerme a comer, pues no hay que negar que he presenciado una maravilla. —Miró a sir Gawain, y añadió alegremente—: Ahora, señor, cuelga tu hacha; bastante has cortado hoy con ella.

Y la colgaron sobre la mesa, en el cortinaje de atrás, donde todos pudieran verla y asombrarse, y por su veraz testimonio, contar el prodigio de tal aventura. Luego volvieron juntos a la mesa, aquellos dos señores, el rey y el leal caballero, y les fueron servidos dobles manjares, de los más exquisitos, y toda clase de carnes, acompañados por la música de los juglares. Y pasaron gozando todo el día, hasta que la noche cayó sobre la tierra.

¡Ahora, sir Gawain, pon atención, no te vaya a dominar el miedo, y te impida éste ir en busca de la empresa que has reclamado para ti!

[1] "Nobles juegos": es de suponer que se refiera a las justas, en las que sólo participaban dos caballeros, armados con lanza, empeñados en probar su fuerza, y no a los torneos en los que participaban muchos caballeros. Además, estos últimos fueron sometidos a un permiso especial y, a veces, del todo prohibidos en Inglaterra.




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