Islandia, el hechizo de las 'eddas'
Las sagas nórdicas trazan una sugerente ruta entre Reikiavik y el volcán de Hekla
Siempre ha fascinado a los poetas. Borges quedó enamorado de su literatura, y en su estudio, entre declinaciones y kenningar, se abrazó con la que sería su esposa, María Kodama. Con lágrimas de ciego, lloró de emoción al llegar en 1971; no al ver su paisaje, sino al oír la lengua de las sagas y las eddas. Y en una entrevista declaró, tras recibir la Orden del Halcón de la República de Islandia: "Al día siguiente recibí no sé qué título de la Academia Francesa y me emocioné menos. Islandia tiene algo que no tiene ningún otro país para mí, ¿no? Francia es admirable, siempre ha sido admirable, pero Islandia es un poco como un tesoro que uno tiene".
El tesoro de Islandia es doble, geológico y humano, y por esa banda, antes que otra cosa, literario. Tierra de volcanes y movimientos sísmicos, su lengua y sus narraciones han sido preservadas como si de una Pompeya nórdica e inmaterial se tratase, pues hoy las vemos, si vivas, como fosilizadas instantáneas que fijan momentos transcurridos hace mucho. Así sus gentes. Poblada por monjes irlandeses de los siglos VII y VIII, anacoretas retirados a farallones imposibles, y más tarde lugar de asentamiento de noruegos huidos por el despotismo de un rey, Islandia tiene una población homogénea y documentada hasta el siglo X, centuria que parece cromosoma y es equis que en el mapa de ese tesoro marca el establecimiento, con genes escandinavos, de su parlamento libre, el Althing.
Auden y MacNeice, poetas británicos, también la visitaron en 1936 y dejaron un desigual y curioso volumen, Cartas de Islandia. El país del que dan testimonio (un solo hotel en Reikiavik, viajes a caballo, atraso general) poco tiene que ver con el moderno y muy próspero que late en 2007, ruge en los vehículos todoterreno y se proyecta como una de las economías más dinámicas del mundo. Y sin embargo, el pasado es presente en Islandia como en pocos países. La mitad de los apellidos son patronímicos y riman, acaban con un son germánico: Einar Jónsson, valga por caso. La otra mitad son también patronímicos; pero, aplicados a mujeres, terminan en dóttir, hija. Esto es tan insólito como hermoso. Parece que sólo por llamarse Guthrun Gunnarsdóttir, una mujer ahorra en productos de belleza, rejuvenece, aunque su nombre, paradójicamente, parezca salido de una saga del siglo XII.
¿Pero qué son las sagas? Relatos en prosa, narraciones reputadas como ciertas, contados sucesos históricos y de la intrahistoria, con luchas internas y venganzas. Quizá la mejor acepción sea la de hechos, como demuestra la traducción de los Hechos de los apóstoles al islandés: Postulasagan. Los manuscritos de las sagas habían estado custodiados en Copenhague, y alcanzada la independencia fueron restituidos a la nueva república. Hoy se ocupa de ellos la Institución Árni Magnússon (sí, el islandés, contra la apisonadora de la uniformidad lingüística, mantiene enhiestas sus tildes), que los expone en la Casa de la Cultura en Hverfisgata, en Reikiavik.
En 1971, el 21 de abril, casi el Día del Libro (el desfase es disculpable, ya se sabe el trastorno que tienen en aquellas latitudes con la duración de los días, que pueden comprimirse en sólo una hora o dilatarse hasta casi no ser interrumpidos por la noche), fue devuelto el Edda Mayor y otros importantes textos, y todo se celebró con gran prosopopeya y legítimo orgullo: la pequeña nación recuperaba parte de esos lingotes, joyas de su lengua, de los que hablaba Borges.
La colina de Perlan
Un recorrido por las rutas de las sagas lo es también por Islandia, al menos por su zona oeste. En la capital se pueden visitar el Museo Nacional, junto a la universidad, lleno de reliquias del pasado; la mencionada Casa de la Cultura, muy cerca del puerto, que contiene entre otras piezas el Edda Menor, de Snorri Sturluson, o la Saga de Egill; también el Museo de las Sagas, en la colina de Perlan. Luego, campo a través, y adentrándose por un túnel de siete kilómetros que salva un fiordo, el Centro de los Asentamientos, en Bogarnes, a 74 kilómetros de Reikiavik, donde se recrean las condiciones en las que tuvieron que sobrevivir los primeros pobladores de la isla, o Reykhlot, un poco más al noreste, donde tuvo su casa y fue asesinado el prolífico Snorri, que se bañaba en aguas termales junto a su puerta; algo más al norte, en Eiríksstathir, está el lugar donde vivió Erik el Rojo, el descubridor de Groenlandia, y donde nació su hijo Leif, otro navegante con redaños que siguió hacia el oeste y se topó con Norteamérica (Vínland, tierra de viñas, la bautizó).
Ya en la zona de los fiordos occidentales, que tiene forma de asta de reno (aunque éste no es animal autóctono en Islandia, sino importado), se desarrolla la saga del proscrito Gísli, y no muy lejos, la de Grettir el Fuerte.
Sólo algunas sagas acaecen en la más despoblada región del este, como la de Hrafnkell, un adorador del dios Freyr. Y en el sur, no lejos del monte Hekla, en Hvolvöllur, se rememora la Saga de Njál, la mejor de las sagas en opinión de muchos. El Hekla es un volcán nevado muy activo y que, avistado entre traqueteos del 4×4 junto a campos de lava y tierra pómez, parece estar a punto de volver a entrar en erupción. Un poema anónimo de hacia el año 1600 lo nombra, situándolo en la Última Thule, de donde serían originarios el Príncipe Valiente o la Sigrid del Capitán Trueno: "Thule, el punto más remoto de la cosmografía, / alardea del Hekla, cuyo sulfuroso fuego / derrite el clima helado y funde el cielo; / las llamas del Etna trinacriano no se elevan más alto; / estas cosas parecen portentosas, pero más portentoso soy yo, / que mi corazón lo hiela el miedo y arde con el amor".
No sé si Robert Frost pensaba en Islandia cuando compuso su conocido poema Fuego y hielo, pero lo cierto es que ésta es fórmula que cuadra a esta isla de glaciares y cráteres que, sí, está muy lejos, casi borrada por borrascas, pero que, como Eugenio Montejo escribió de ella en otro poema, sólo hace falta "plegar el mapa para acercarla". Y las sagas ayudan. A fin de cuentas, la literatura es otra forma de cartografía.
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