A menudo al errante, extenuado por el exilio, le llega la piedad de Dios, amor compasivo, aunque, bregando amargamente en mares invernales con el remo batiente en la ola helada, desterrado y desamparado, huyó del Destino. Así dice el errante, recordando miseria, desastres funestos y muerte de su gente:
«A menudo cuando rompía el día, a menudo al amanecer, solo e infeliz lamenté mi desdicha. Nadie vive, no queda ningún camarada a quien pueda abrirle completamente el corazón. He aprendido ciertamente que la marca de un hombre es mantener el secreto y cerrar los labios, ¡piense lo que quiera! Pues la cuita del corazón no resiste al Destino; un espíritu desfalleciente no gana ayuda. Los hombres ávidos de honor entierran sus penas en lo hondo del pecho.
«Así yo también, a menudo, en la adversidad le he puesto grillos a mis sentimientos, lejos de mi gente, desterrado y desgraciado, desde los días de antaño, cuando la oscura tierra cubrió el rostro de mi querido señor, y yo zarpé, con el corazón afligido, hacia mares invernales en busca de un señor de oro, por si lejos o cerca vivía uno que me favoreciera con regalo en el salón de hidromiel y consuelo en el tormento.
«Quien la sufre sabe qué amarga compañera, hombro con hombro, puede ser la pena, cuando los amigos ya no están. Su fortuna es el exilio, no regalos de fino oro; un corazón que está helado, muerta la gracia de la tierra. Y sueña con los hombres del salón, la distribución del tesoro, los días de juventud, cuando el señor daba la bienvenida al brindis y al banquete. Pero ese regocijo ha desaparecido, y nunca más llegará el querido consejo de camarada y rey.
«Incluso en sueños la pena lo asalta, y soñando abraza de nuevo a su querido señor, la cabeza en la rodilla, la mano en la rodilla, postrado lealmente, jurando fidelidad como en tiempos ya remotos. Luego del sueño se despierta solitario, contemplando extensiones grises de proceloso mar, aves marinas bañándose con las alas extendidas, mientras acechan tormentas de granizo y nieve torrencial. Más amargo es entonces el suplicio de su desgracia, la añoranza del amado: se renueva su dolor. Las figuras de los suyos toman forma en el silencio; arrebatado los saluda; con regocijo examina a los viejos camaradas recordados. Pero se desvanecen en el aire sin palabra de saludo que le alegre el corazón. Entonces de nuevo la pena se apodera de él; y denodadamente empuja a su fatigada alma una vez más a la brega del proceloso mar.
«No hay que maravillarse, por tanto, en todo el mundo, si una sombra acecha mi espíritu cuando medito sobre los destinos de los hombres: cómo uno a uno los altivos guerreros desaparecen de los salones que los conocían, y día a día toda esta tierra envejece y se hunde en la muerte. Nadie puede conocer la sabiduría hasta que muchos inviernos han sido su destino. Un sabio es paciente, no pronto a airarse ni presto a hablar; ni demasiado débil ni demasiado intrépido en la guerra; ni temeroso ni ávido, ni demasiado deseoso de riqueza, ni demasiado impetuoso en la promesa hasta que conozca el destino. Un guerrero debe aguardar cuando alardea hasta que sepa con seguridad la suerte de su espíritu.
«Un sabio ponderará lo terrible que es ese destino cuando toda la riqueza de este mundo esté arrasada y ruinosa, igual que ahora, en todas partes, por las regiones de la tierra, hay muros cubiertos de escarcha y barridos por los vientos. Las almenas se desmoronan, los salones de vino decaen; tristes y callados los héroes duermen donde la altiva hueste calló junto al muro que defendía. Unos libraron batalla en su largo viaje final; a uno se lo llevó un ave sobre el ondulante mar; a uno lo mató el lobo gris; a uno un doloroso guerrero lamentablemente lo entregó al abrazo de la tumba. El Guardián de los hombres ha arrasado este mundo hasta que el sonido de la música y la fiesta ha callado y estas estructuras construidas por gigantes han quedado vacías de vida.
«El que medite sobre estas desoladas ruinas y pondere profundamente esta vida tenebrosa, debe cavilar sobre las viejas leyendas de batalla y derramamiento de sangre, y sombrío el ánimo que le agita el corazón: «¿Dónde está ahora el guerrero? ¿Dónde está el caballo de batalla? ¿La donación del tesoro, y la celebración de la fiesta? ¡Ay! la reluciente jarra de cerveza, el guerrero ataviado con la cota de malla, el príncipe en su esplendor... ¡esos días se precipitaron hace mucho tiempo en la noche del pasado como si nunca hubieran existido!» Y ahora solo queda, como monumento a los guerreros, un muro maravillosamente alto con formas de sierpes talladas. Tormentas de lanzas de fresno han golpeado a los guerreros, carnicería de las armas y del Destino conquistador.
«Las tormentas azotan ahora estas murallas de piedra; la nieve ventosa y la furia del invierno envuelven la tierra; las sombras de la noche caen tenebrosamente amenazantes, desde el norte enviando rabioso granizo con ira sobre los hombres. La desgracia llena el reino de la tierra, y los decretos del Destino trasforman el mundo. Aquí la riqueza es efímera, los amigos son efímeros, el hombre es efímero, la joven es efímera; ¡todos los cimientos de la tierra fallarán!»
Así habló el sabio reflexionando en soledad. Buen hombre es el que guarda la fe. No debe precipitarse nunca a aliviar el pecho de su pesar, sino luchar con avidez por el remedio. Y dichoso el hombre que busca la misericordia del Padre celestial, nuestra fortaleza y entereza.
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