En un corredor vi una flecha que indicaba una dirección y pensé que aquel símbolo inofensivo había sido alguna vez una cosa de hierro, un proyectil inevitable y mortal, que entró en la carne de los hombres y de los leones y nubló el sol en las Térmópilas y dio a Harald Sigurdarson, para siempre, seis pies de tierra inglesa.
Días después, alguien me mostró una fotografía de un jinete magyar; un lazo dado vueltas rodeaba el pecho de su cabalgadura. Supe que el lazo, que antes anduvo por el aire y sujetó a los toros del pastizal, no era sino una gala Insolente del apero de los domingos.
En el cementerio del Oeste vi una cruz rúnica, labrada en mármol rojo;los brazos eran curvos y se ensanchaban y los rodeaba un círculo. Esa cruz apretaría y limitada figurabla otra, de brazos libres, que a su vez figura el patíbulo en. que un dios padeció, la “máquina vil” insultada por Luciano de Samosata.
Cruz, lazo y flecha, viejos utensilios del hombre, hoy rebajados o elevados a símbolos; no sé por qué me maravillan, cuando no hay en la tierra una sola cosa que el olvido no borre o que la memoria no altere y cuando nadie sabe en qué imágenes lo traducirá el porvenir.
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Mutaciones de Jorge Luis Borges - El Hacedor 1960
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